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Finis Gloriae Mundi

Hoy he estado en el cementerio. Pasaba por allí. Estaba abierto. Paré el coche, saqué la cámara de la faltriquera y entré. Un contraluz cegador volvía negras las cruces de granito y silueteaba las figuras de mármol de Carrara. Sí, en el cementerio de Alcoy hay esculturas de mármol de Carrara, el mismo mármol con el que Miguel Ángel enderezaba los renglones torcidos de la historia del arte. Vi alguna tumba abierta con entresijos de sombra y telarañas. Un lagarto plateado me miraba con cierta displicencia. Muros llenos de nichos por donde se desangraba un sol agonizante. Vi reflejos de luz en fotos sepia de difuntos y hojas de acacia que acariciaban el arpa de la nada. No había órganos celestiales, ni misereres, ni oficios de tinieblas, sólo una paz muy parecida a un silencio submarino. Nada tan gratificante como pasear por una ciudad sin nadie, acaso el barullo de recuerdos grises que no son míos, ni de Dios, ni de nadie, acaso líquenes y musgo sobre las piedras. Iba de tumba en tumba, de mausoleo en mausoleo, de grandeza derretida a cochambre de flor seca. Había una extraña grandeza en medio de la ruina, en medio de esa polvareda de conversaciones sin sonido en las que uno empezaba a dudar de su propio nacimiento. Quevedo, creo, fue el primero en pegar con «loctite» la cuna y la sepultura. Había una voluntad clara en ese paseo de abaratar traumas, de quitarle trascendencia a mi catarro, a mis mocos, a mis fluidos, a mis deberes, a mis noches de blanco en blanco y mis días de turbio en turbio, a los enfados con mi coima, a la importancia que le concedo a mis abluciones y a mi perfume, a mis años que no han sido, a lo intrascendente de subirme los pantalones o bajarme los calcetines. Allí estaba el caldo de cultivo donde se curan todas las vanidades, donde la egolatría es una hoja que mueve el viento o una lagartija que busca acomodo entre las manos rotas de un ángel de piedra. Camino polvoriento y cuchicheos imperceptibles en la ciudad de los que fueron. Silencio, mármol, hojarasca y nubes que lloran óxido de plomo, amarillo Nápoles, efímeros naranjas que acaban pulverizados entre las grietas.

Vuelvo a lo que llamamos vida, a mi coche blanco, a mis histerias tintas, a las máscaras que me habitan. El cementerio es una sucesión de imágenes inconexas en el espejo retrovisor. Pongo la radio. Vuelven los ruidos, los dimes y los diretes, los estruendos, las sicofonías del más acá, las ínfulas, las marionetas, las vanidades y la importancia de respirar, esa falacia a la que nos agarramos como hierro ardiendo, como si no supiéramos que somos una eternidad con telarañas. Pongo la radio, digo, y saltan con estruendo las memeces de este lado, las chuminadas, las avariciosas componendas, las ruindades y las miserias por cuyas venas aún circula la sangre a borbotones, los robos, las mentiras, las tropelías, la iniquidad y la desvergüenza. Soria renuncia a su cargo en el banco mundial. Y qué. Parece que vamos a unas terceras elecciones. Carece de importancia. Siguen saltando casos de corrupción. Tanto da. Cambio de emisora. El cementerio ha desaparecido del espejo retrovisor. En radio clásica están poniendo el Réquiem de Mozart. También es casualidad.

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