Comienzan los Juegos Paralímpicos de Río de Janeiro cuando todavía resuena el eco olímpico con la exaltación del triunfo y la satisfacción por la gloria obtenida en la Olimpiada de agosto. Desde su origen, pocos acontecimientos han contribuido al fortalecimiento de las identidades nacionales y a la sublimación del fervor patrio como los Juegos Olímpicos. Son una hermosa metáfora, suponen la canalización a través de la competición deportiva de la rivalidad internacional; las naciones del orbe, inmersas en una descomunal batalla deportiva, en la que los contendientes luchan entre ellos y contra sí mismos.

Desde antiguo, el relato de los Juegos, inicialmente oral y posteriormente escrito, tuvo un valor esencial. Rapsodas y aedos contribuyeron a difundir lo que allí acontecía y a perpetuar su memoria. Son conocidos los epinicios de Píndaro y las narraciones poéticas de Homero y Hesíodo.

También hoy, como entonces, la narración de la competición es capital. Actualmente hemos sumado a la palabra y a la escritura el poderoso influjo de la imagen. La divulgación se ha hecho universal. El espectáculo, antaño reservado a unos pocos, se ha generalizado, proyectándose al mundo su propia concepción, y aquí es donde reside su auténtico poder.

El espíritu olímpico, sintetizado en la popular máxima «altius», «citius», «fortius», tiene un notable valor educativo y ejemplarizante, de ahí la responsabilidad de los profesionales de los medios de comunicación en la transmisión y la narración de las olimpiadas.

El desfile inaugural es una entrada triunfal previa a la victoria. Los deportistas son aclamados por el éxito que supone su participación. ¡Cómo no sentir orgullo ante ese desfile de selectos atletas que personifican los más nobles valores!

Posteriormente, la ovación a los campeones es el remedo moderno de la aclamación de los generales romanos victoriosos, si bien en aquella época se diferenciaba el «triumphus» de la «ovatio» que era un triunfo de menor rango. En todo caso, el endiosamiento del «vir triumphalis» quedaba ensombrecido por las categóricas palabras que pronunciaba el acólito recordando su mortalidad: «respice post te, hominem te esse memento».

Desde siempre, los laureles (de «laus», «laudis», alabanza) han simbolizado la gloria poética, imperial, deportiva o académica y coronaban la cabeza de Apolo con sus hojas perennemente verdes en recuerdo de Dafne. La hermosa ninfa se convertiría en laurel poniendo fin a la alocada persecución de Apolo y frustrando las aspiraciones amatorias del dios. Innumerables composiciones literarias, musicales, escultóricas y pictóricas han inmortalizado el mito. Ovidio, en Las Metamorfosis, Garcilaso de la Vega en el Soneto XIII, las pinturas de Tintoretto, Tiépolo, Chassériau o Waterhouse? Haendel creó su música y Bernini lo esculpió bellamente.

Desde antiguo, los laureles han distinguido a los poetas: Virgilio y Ovidio, Dante y Petrarca, muestran su efigie con la testa laureada y Lope de Vega se sirve del mismo concepto en El Laurel de Apolo. También los versátiles laureles han sido utilizados en tono burlesco como crítica a los poetastros. Como expresan los versos Pedro Liñán de Riaza: «Si dicen que lauros sacros ciñeron sus doctas sienes, decidles que ya el laurel ciñe cualquiera escabeche». En el mismo sentido, escribe Lope de Vega:

«Pedile yo también por estudiante, y díjome un bedel: Burguillos, quedo: que no sois digno de laurel triunfante ¿Por qué?, le dije; y respondió sin miedo: Porque los lleva todos un tratante para hacer escabeches en Laredo».

Los laureles vinculados a la fama literaria y deportiva, también lo están a los logros académicos: «cum laude», «laudatio» o bachillerato («baccalaureatus», de «bacca», baya y «laureatus», laureado) en alusión a la obtención estudiantil de los frutos de los laureles.

Ciertamente, son numerosos los valores comunes que pueden predicarse en el ámbito deportivo y en el académico. Quizá destaquen de manera sobresaliente, el esfuerzo, la lealtad, la honestidad, el compañerismo, el trabajo en equipo y el afán de superación.

Tampoco conviene olvidar que los gimnasios (del latín «gymnasium», y del griego «gymnasion», derivado de «gymnos», desnudo) eran lugares abiertos y espaciosos que procuraban el cultivo del cuerpo, así como la reunión, el diálogo y la discusión. Paulatinamente fueron acogiendo la realización de actividades intelectuales hasta albergar las escuelas filosóficas.

Actualmente, en algunos países europeos, la escuela de educación secundaria se denomina gimnasio y, todavía hoy, en los colegios, se escucha el mandato conminatorio: «a la palestra».

La Academia de Platón, uno de los gimnasios más afamados de Atenas, debe su nombre al héroe local Akademos o Academo, quien, según narra Plutarco, desveló a los gemelos Cástor y Pólux, los Dioscuros, el lugar en que se ocultaba su hermana Helena, raptada por Teseo. El delator obtuvo una casa con jardín como recompensa, lugar donde se ubicaría la Academia. «Nadie entre sin geometría», era, al parecer, el imperativo inserto en el frontispicio de entrada. En la actualidad, este vocablo sirve para denominar a la universidad y a todo lo referido a ella.

Tales vínculos, aconsejarían una mayor imbricación entre educación y deporte desde una edad temprana, aunque también es evidente el incremento de la consideración social acerca de la práctica deportiva de los estudiantes.

En las universidades se ha tomado conciencia de la importancia de la promoción deportiva, de la necesidad de hacer compatible la formación académica con la práctica del deporte y de su importancia como transmisor de valores.

La célebre locución «mens sana in corpore sano», adoptada como lema olímpico por Pierre de Coubertin, pertenecía a la Sátira X del poeta romano Décimo Junio Juvenal, aunque su sentido originario estaba absolutamente desvinculado del deporte: «orandum est ut sit mens sana in corpore sano». Estos versos se referían a la plegaria a los dioses de las cosas relevantes como la salud armónica de la mente, el cuerpo y el espíritu.

La sociedad actual tiende a la deificación de los deportistas a quienes considera seres dotados de infalibilidad e inmunidad, pero no profesa la misma devoción hacia personalidades relevantes del mundo literario, académico o científico.

Pese a todo, instamos a recuperar el esfuerzo como valor principal y a trasladar a la juventud que el empeño es indispensable para la obtención de logros en todos los órdenes de la vida. Con un desiderátum muy actual: no dormirse en los laureles.