«Decir o manifestar lo contrario de lo que se sabe, cree o piensa». Eso, dice la Real Academia es mentir. Y créame amigo lector lo que le digo: los buenos políticos no mienten. Ni , por supuesto, yo intento engañarle cuando le reafirmo esto: los buenos políticos no mienten. No se debe esperar, ni deben, que cuenten todo lo que saben. Ni exigir que las negociaciones de pactos o programas sean tan transparentes como nos gustaría a los medios; si queremos que lleguen a buen puerto. Siempre es mejor un silencio que una mentira, y en cualquier caso que lo que se diga con palabras o hechos sea verdad. No siempre es fácil demostrar que lo que se afirma está en contradicción con lo que sabe cree o piensa. Pero otras veces es absolutamente evidente.

No me refiero sólo a los programas electorales de lo partidos, que también. Cuando un partido propone un programa puede prometer el oro y el moro como suele decirse, e incluso algunos se ven capaces de llevar adelante lo prometido. En general los mas bisoños, piensan que ganando el poder político se puede realizar lo que su organización ha planteado. La realidad muestra que hay otros poderes -económico, financiero, fácticos, legislativo, judicial o incluso militar- que limitan la capacidad de transformación del más democrático, y de los pocos democráticos, de los poderes. El poder político es el poder que elegimos los ciudadanos y al que más criticamos en la figura de los políticos. Es lo más fácil, entre otras cosas porque con los otros poderes nos atrevemos menos. Por eso las críticas a los políticos o a la mal llamada «clase política» nunca deberíamos generalizarlas ni radicalizarla, al menos mientras no podamos hacerlo igual con los otros poderes.

En general las promesas de los programas electorales son exigibles como compromiso con sectores y grupos sociales, como dirección que guía la acción de gobierno, el sentido de la acción hacia esos objetivos. El ritmo o las prioridades en general son una exigencia, o unas limitaciones, impuestas por otros poderes: «mercados», poderes fácticos, grupos de presión, creadores de opinión, etcétera. Obama el político con mayor poder, y un gran político, no ha podido cerrar Guantánamo, ni hacer una reforma sanitaria tan profunda como la que prometió -aunque sea el mayor logro de sus mandatos-. Otras actuaciones radicalmente contrarias a las promesas son penalizadas por los electores: la modificación constitucional de Zapatero; la subida de impuestos, el cerco a la sanidad, pensiones y educación pública de Rajoy. Son ejemplos recientes.

La mentira denota cobardía del que la dice. El mentiroso no es digno de detentar ninguna representación política de los ciudadanos. El colmo es el que miente ostensiblemente en sede parlamentaria ante los representantes del pueblo. Si la mentira ante un juez o tribunal es delito, con más motivo y más duramente debería castigarse la que se hace ante la representación de la soberanía. Las comisiones y el Congreso norteamericano son, en eso, envidiables. El proceso de expulsión de Nixon fue ejemplar, y Bill Clinton se salvó por la campana.

Los mentirosos deben ser expulsados, cesados, o dimitidos fulminantemente de la vida y de las responsabilidades políticas. No voy a citar hechos recientes de la política española que están en la mente de todos. Cuando se defiende una cosa y la contraria; cuando se afirma un día lo que se negó el día anterior; cuando se afirman historias que los datos y evidencias niegan. No debemos indultar a los representantes pillados en un renuncio de estos. El que miente una vez necesita cien mentiras para sostener la primera. Cien mentiras suyas o de sus corifeos que están en el origen de la mediocridad, del servilismo, de la cobardía, del deterioro y desprestigio de la vida política. No espero superar su escepticismo, ni su incredulidad, pero créanme: los buenos políticos no mienten. Y los hay. Hasta yo he conocido a algunos. Palabra.