Periodista curtido en mil batallas, en tu libro Cómo explicarte el mundo, Cris, nos cuentas la batalla de tu vida en torno a los treinta y tres años de tu hijo Cristóbal, afectado de parálisis cerebral: y lo escribes con amor, mucho amor, pero también con impotencia y rabia en medio del esfuerzo titánico de cada día y de cada hora. A lo largo de la vida de Cris, tú y tu familia habéis luchado mucho, incluso por salvarle de la muerte varias veces como te he leído en una entrevista, hasta el punto de tener que decidir, con Cris en la UVI, si queríais luchar por sacarlo adelante o dejar que las cosas ocurrieran de una manera natural. Todo un testimonio el tuyo en el que no falta la cuestión del sentido de la vida atravesado por una «cadena de porqués» sin respuesta donde Dios sale inevitablemente a escena.

Para cualquier padre con las limitaciones de Cris supone un sufrimiento y un cansancio existencial tales que hace entendible desahogarse «contra los avatares del destino» e incluso entiendo que digas «que los creyentes adjudican al libre albedrío de los dioses, y los cristianos al capricho y la autoridad de Dios». Vaya por delante que los cristianos no unimos los avatares del destino con una autoridad caprichosa. En ese dios no creemos porque no sería Dios Padre, como tampoco en un dios creador aristotélico como factor causal necesario de lo existente pero totalmente al margen de la vida, sobre todo humana.

Dios puede existir o no, ser padre bueno o ser una mera causa necesaria para justificar la existencia. Nadie ha venido a contárnoslo. Ninguna explicación o experiencia han sido suficientes para evitar que el mundo siga dividido sobre el fundamento de la existencia y el dolor anide en el epicentro de las preguntas últimas. A los seguidores más cercanos de Jesús se les dijo claramente que no es este tiempo de entender sino de amar. Lo único claro es que la totalidad de la existencia podemos vislumbrarla no solo desde la ciencia, sino desde el ejercicio del amor sobre todo, da igual si somos creyentes, indiferentes, ateos, beligerantes en la fe o seguidores acérrimos de un siglo o de otro.

La esperanza y la fe son compañeras teologales del amor, pero al final, solo quedará el amor. Porque no se trata de «creer que» (una serie de verdades), sino de «creer en» Jesucristo y su actitud en su vida cotidiana por la que pasó sin privilegio alguno. El amor pura gratuidad y su capacidad revolucionaria transformadora es lo que mueve el mundo «en medio de dolores de parto» aunque no seamos capaces de abarcar la totalidad de la existencia.

No somos máquinas, y lamentaciones como las del Job bíblico viene bien releerlas porque ciertas preguntas, querido Andrés, existen desde que el ser humano existe: «¿Por qué dio luz a un desgraciado y vida al que pasa en la amargura, al que ansía la muerte que no llega y escarba buscándola más que un tesoro, al que se alegraría ante la tumba y gozaría al recibir sepultura, al hombre que no encuentra camino porque Dios le cerró la salida?».

Tú dices lo mismo que Job cuando te sinceras: «Es una putada que esto ocurra y Dios guarde silencio». Un silencio que también experimentó el mismo Jesús pero que terminó en la alborada del domingo de Resurrección.

Una alborada que hoy se vive, aunque oculta todavía, gracias al amor que ponemos, al amor que pones todos los días, Andrés.