Siento una especial emoción siempre que asisto a una boda y veo el bonito vestido de la novia, blanco y de larga cola y el elegante esmoquin del novio, y el amor de los contrayentes, y el ánimo confiado de los padres y padrinos, y el júbilo y la animación de los asistentes y el general entusiasmo y regocijo y la ilusión que enmarca todo el entorno.

Y es que la ilusión es esa emoción de contento y agrado que sentimos al vivir algo deseado y que está vinculada a la aptitud para disfrutar de la realización de un sueño, estando conectada a emociones positivas, y a esperanzas y anhelos.

Y cierro los ojos y me imagino una boda en la emblemática catedral de San Nicolás de Alicante, un día de septiembre y a las doce de la mañana, y en el altar una novia radiante en quien reconozco a mi propia hija y un novio tan bueno y enamorado como es su prometido, y veo amigos y familiares, y los cánticos lucen «a capella» con todo su esplendor sin la ayuda de instrumentos musicales, y las palabras del sacerdote son elocuentes y motivadoras, y resultan emocionantes los «sí quiero» y jubilosa la salida de los esposos del recinto religioso, y vuelan las flores, y los buenos deseos, y sigue la celebración con los amigos, y las palabras del padre de la novia, y el tradicional vals, y el baile y la reunión y las bromas y la animada diversión hasta bien entrada la noche.

Y abro los ojos, y me digo que ya es muy tarde y que tengo que descansar y soñar con mañana que será un gran día con muchas y bonitas emociones.

Un día de ilusión, de belleza, fascinación y delicia.

La boda de mi hija Isabel.