Estos días pasados todos nos hemos sentido aterrorizados con los efectos trágicos del terremoto que ha asolado, palabra exacta, convirtiendo en solar llenos de escombros pueblos y ciudades del centro de Italia, en gran parte de la provincia de Rieti. No tengo noticias de que el terremoto haya afectado expresamente a los famosos santuarios franciscanos de la zona, aunque si a algunos de los lugares en que se encuentran. Ya el pasado terremoto de L´Aquila, destruyó parte de la gran basílica en honor de Francisco de Asís, que conserva en profunda cripta su sepulcro y el de sus cuatro discípulos mas íntimos, destrozando en las basílicas superiores las famosas pinturas del Giotto y el retrato de Francisco del Cimabue, los dos grandes artistas que re descubrieron la representaciones realistas, que abrirían la puerta de la historia moderna de la pintura artística.

Los luctuosos acontecimientos que han segado cuantiosas vidas, me han conmovido ahora muy especialmente porque, en el pasado, conocí la zona, su historia, sus gentes y demás lugares que rodean los montes Sabinos, de enormes arboledas que dan nombre a la región, la Umbría, porqué, como y cuando lo narraré escuetamente a continuación.

Estudiaba en Roma, apenas cruzado el ecuador del pasado siglo, cuando comenzó la moda, luego tan extendida, de echarse la mochila al hombro y caminar alejados de carreteras transitadas, buscando la sorpresa de encontrar paisajes y lugares apenas conocidos y menos visitados por las incipientes oleadas turísticas.

Aprovechando las largas vacaciones pascuales de las universidades romanas cinco condiscípulos, dos franceses, otros dos españoles, uno de Islas Mauricio y el que suscribe, sin mas referencia que Las Florecillas de San Francisco, que narra episodios de la vida del religioso y sus primeros compañeros, de gran sencillez y lirismo, nos lanzamos a recorrer, paso a paso, el precioso Valle de Rieti, visitando uno tras otro algunos de los vetustos santuarios franciscano, situados a media altura, entre el propio valle regado por ríos y lagunas y las altas cumbres de los montes Sabinos.

Empezamos por el lugar donde, siempre según nuestro librito guía, entre encinas milenarias, en el silencio solo acompañado de píos y gorjeos, Francisco de Asís redactó las reglas de la orden religiosa mendicante que pretendían cambiar el mundo y con él la forma de vivir el cristianismo, asemejando nuestras vidas a la del propio Jesús de Nazaret.

En ellas sobresalían la realidad de la pobreza que rechazaba cualquier posesión personal y colectiva, destacando el sayal pardo y las sandalias como único atuendo; la sencillez y buen trato con todos y todo, incluidos los animales, como entonaría el Cántico de las criaturas; la armonía pacífica entre todos, propio de la «buena gente» que se acostumbrarían a saludarse con «la paz sea entre nosotros» y, en fin, la vuelta hacia la naturaleza y el bien.

Allí aprendí, además, a comer y a dormir al raso y bajo las estrellas.

Al día siguiente, tras buena caminata, con ánimo resuelto ascendimos una empinadísima escalera tallada en la piedra para llegar empapados por el agua de la lluvia que caía en cascada por ella obstaculizando aun más nuestra subida hasta un modesto santuario que hospedo a Francisco de Asís, cuando visito la cercana y vieja ciudad de Gubbio, de hermosos palacios e iglesias.

El ermitaño que la habitaba nos ayudó a secarnos al calor de una enorme chimenea de piedra, mientras que nos contaba que, aún entonces, muchas noches tenía que acompañar a la mujer que le hacía la comida hasta las cercanías del pueblo por temor de los lobos.

Allí fue donde uno de ellos que tenía amedrantado a todos los habitantes de la zona se sometió a la voz de Francisco, sellando con su pata delantera la obediencia debida: el lobo de Gubbio, como narran Las Florecillas.

Poco mas adelante nos acercamos a la meta principal de nuestra excursión y que más recuerdos guardaba y conserva del santo. La población de Greccio a buena altura media sobre el valle y sobre ella como clavado en las mismas rocas el enorme santuario franciscano, lleno de historia y leyenda.

En una de las cuevas, cubierta más tarde por el gran santuario, el menudo y quebradizo Francisco de Asís aquejado de tuberculosis y glaucoma, sintió que sus horribles dolores se acentuaban con la aparición de las llagas de Cristo en sus manos, pies y costado.

Fue allí también donde en la noche santa de la Navidad construyó una escenificación del nacimiento de Jesús con personas haciendo de María y José, con la mula y el buey, apareciendo milagrosamente en medio y sobre pajas un recién nacido. Surgió así la tradición de los belenes navideños que ha llegado hasta nosotros, aunque ahora sufra los envites del árbol o Papá Noel.

Esa noche apenas pudimos dormir en el caliente pajar lleno de heno que nos ofrecieron para poder terminar descansados llegando a «I Carceri», el primer poblado franciscano a las afueras de Asís. Desde el recuerdo emocionado «Pace e bene» (paz y bien) para todos y muy especialmente para los que la naturaleza a herido tan duramente.