El pasado 17 de agosto fallecía el escritor Víctor Mora. Se fue con la última Perseida, poco después del sexagésimo cumpleaños de su personaje más célebre, El Capitán Trueno. También San Lorenzo vertió sus lágrimas en la despedida.

Sirvan estas líneas como reconocimiento póstumo a quien proporcionó entretenimiento y emoción a varias generaciones de jóvenes.

Las lecturas estivales del Capitán Trueno son parte esencial de mis recuerdos infantiles. Pronto sucumbí a su influjo, hurtada la siesta por aquella saga emocionante.

Obviamente, en aquel tiempo desconocía quiénes eran Víctor Mora, Miguel Ambrosio, (Ambrós) o Ángel Pardo. Cualquier alusión a una posible autoría resultaría contraproducente para una incipiente lectora. Al contrario, la fértil imaginación impúber era terreno abonado para que las aventuras de los héroes cobrasen vida; «nuestros amigos» existían realmente, no eran una creación humana. A ellos correspondía el protagonismo, a sus autores, el anonimato. Y así resultaba efectivamente, porque los personajes tenían vida propia; sus historias, en ocasiones disparatadas, eran tan reales que confundían la propia realidad. Coexistíamos. Mi lectura, les rescataba de las páginas en las que vivían encerrados, permitiendo que sus hazañas se hicieran memorables.

Por suerte, la compilación de los números puso fin al recurrente suspense de la trama interrumpida. Antes, un sempiterno «continuará?» nos devolvía a una realidad alienada con la desazón de lo inconcluso. La necesidad de esperar en la edad de la impaciencia, la percepción del transcurso del tiempo en la edad del tiempo detenido.

Pese a todo, nada había más importante que ese tiempo futuro del verbo como promesa de continuidad a la espera del siguiente episodio.

El Capitán Trueno propició la iniciación a la lectura con fruición y el aprendizaje temprano de un vocabulario, quizás impropio de una párvula al decir de los rostros estupefactos de quienes lo escuchaban, reproducido en algunos de mis juegos belicosos.

No obstante, es conocido que la censura tuvo un destacado papel alterando el lenguaje, mutilando viñetas y tergiversando historias hasta hacerlas ininteligibles cuando no absurdas. Pero eso lo hemos sabido después.

La historia se desenvolvía en las postrimerías del siglo XII, durante la Tercera Cruzada, seguía la estela del Príncipe Valiente pero con una cierta evocación cervantina y homérica.

El Capitán Trueno era el paladín español que luchaba por la justicia y la libertad «a sangre y fuego», como rezaba el título del primer número de la saga, acompañado por sus inseparables Crispín, un sagaz mozalbete, Goliath, un descomunal tuerto, y, ocasionalmente, Sigrid, la eterna novia del héroe.

Sin embargo, la artífice de mi inquebrantable adhesión a la serie era Sigrid, la reina de Thule, de rutilante cabellera y ataviada con un vestido verde que sugería una escultural silueta de diosa nórdica. Por fortuna alcancé la lectura de la saga policromada.

El pirata vikingo Ragnar Logbrodt, agonizante, desveló el origen de Sigrid como hija del rey Thorwald de Thule. Nacida en un drakkar, «creció arrullada por el fragor de tormentas y batallas». Tras la muerte de sus padres, Ragnar se convertiría en su padre adoptivo y en su lecho de muerte le instaba a recuperar el tesoro y el trono de Thule.

La ubicación incierta de Thule también resultó ser un sugestivo misterio. Muchas han sido las alusiones de los clásicos a esa ínsula incógnita: Estrabón, Séneca, Plinio el Viejo, Pomponio Mela, Tácito o Procopio de Cesarea, por citar algunos, así como profusas las indagaciones acerca de la mítica Tile, a quien Virgilio en las Geórgicas llamó Thule, «última Thule». El propio Cervantes en los Trabajos de Persiles y Sigismunda, una historia septentrional, atribuye a los protagonistas tal origen. En El Capitán Trueno, Thule está situada en Noruega.

Algunas de aquellas memorables viñetas permanecen indelebles en mi mente, como las del relato retrospectivo sobre el origen de Sigrid; aquellas en las que se batía en singular combate, provista de escudo y yelmo alado blandiendo la espada contra Cunegunda de Scandia, y cómo no, la imagen de la silueta majestuosa de Sigrid oteando el horizonte entre las almenas de Sigridsholm.

En un momento de carencia de referentes femeninos merecedores de serlo, ella representaba la libertad, la inteligencia, el valor y la hermosura. Frente a las melifluas y pusilánimes princesas de los cuentos, Sigrid luchaba por conquistar un espacio propio y mantener su reino. Le profesaba una devoción absoluta que fue el preludio de sucesivos reconocimientos a reinas y heroínas del mundo real y del mítico, ciertamente próximos entre sí: Minerva, las amazonas Hipólita y Pentesilea, Zenobia, reina de Palmira, Artemisia, reina de Halicarnaso, Berenice, reina de Capadocia y otras reinas valerosas: las reinas Circe, Dido de Cartago y Lavinia, de los latinos, Cleopatra, Teodora, etc.

Posteriormente, la admiración se iría extendiendo a personajes femeninos del Mundo Antiguo que destacaron en disciplinas científicas, filosóficas, artísticas o literarias: Safo de Lesbos, Aspasia de Mileto, Marcia la Romana, Sulpicia, Hipatia de Alejandría?pero esto ya es otra historia.

Siguiendo las escaramuzas del Capitán Trueno y Sigrid recorrimos el mundo y descubrimos civilizaciones y parajes ignotos. Nada importaba que «nuestros héroes» se desplazaran en un anacrónico globo, regalo del mago Morgano, o que fueran atacados por animales insólitos. Al final, ponían rumbo al Norte, rumbo a Thule.

Y esa ha sido una gran enseñanza: no perder el Norte.

Con mi eterna gratitud, continuará?