El verano es tiempo de lectura y repaso de aquellos libros que insuperables en la concepción pero impuestos a su lectura en el colegio, ganaron enteros con la madurez, algo similar a lo que me pasó con las películas de los hermanos Marx que de niño no valoraba en su justa medida. Y me estoy refiriendo al Quijote del que lo mejor es releerlo sin prisas ni en su totalidad, sino saboreándolo y descubriendo, más que hazañas consabidas, frases que, casi cuatro siglos después, mantienen la lozanía que da el pensamiento imperecedero.

Obsesionado como estoy en aplicar la veracidad objetiva al hecho histórico, tan a menudo manipulado por mor de intereses partidistas, he repetido a menudo la expresión de «luz de verdad» que Cicerón aplicaba a su definición de Historia.

En el capítulo IX de la inmortal obra de Cervantes podemos leer: «...habiendo y debiendo ser los historiadores puntuales, verdaderos y nonada (sic) apasionados, y que ni el interés ni el miedo, el rencor ni la afición, no les hagan torcer del camino de la verdad, cuya madre es la historia, émula del tiempo, depósito de las acciones, testigo de lo pasado, ejemplo y aviso de lo presente, advertencia de lo por venir». Una impecable definición.

El nacionalismo, entre sus puntos en común con los totalitarismos, como vimos en Hitler o Stalin, tiene muy acendrado el de los anhelos expansionistas. El País Vasco quiere anexionarse Navarra, que le da muchos kilómetros cuadrados de territorio y un rico pasado histórico ya que fue reino y los vascos unos apéndices de ella y de Castilla. Cataluña, la única no reino de toda la Corona de Aragón, ansía procrear los siempre inexistentes Países Catalanes con los que apoderarse de Valencia y Baleares, entelequia que sin embargo da nombre a muchas vías públicas de ciudades y pueblos del conocido por Principado.

En este punto cabe recordar otra lectura que creo muy elocuente en los momentos actuales, Velada en Benicarló, escrita por Manuel Azaña en 1937 y publicada dos años después entre París y Buenos Aires. Si el hispanista Paul Preston dijo muy recientemente que, aunque parezca mentira, queda muchísimo por escribir e investigar sobre la Guerra Civil, el tema de las andanzas y asechanzas nacionalistas durante la contienda es una de esas asignaturas pendientes. Veamos lo que dice al respecto el expresidente de la II República:

«Cuando empezó la guerra, cada ciudad, cada provincia quiso hacer su guerra particular. Barcelona quiso conquistar Baleares y Aragón, para formar con la gloria de la conquista, como si operase sobre territorio extranjero, la gran Cataluña. Vasconia quería conquistar Navarra. (...) En el fondo provincianismo fatuo, ignorancia, frivolidad de la mente española, sin excluir en ciertos casos doblez, codicia, deslealtad, cobarde altanería delante del Estado inerme, inconsciencia, traición. La Generalidad se ha alzado con todo. El improvisado gobierno vasco hace política internacional. En Valencia, comistrajos y enjunques de todos conocidos, partearon un gobiernito».

A nuestra actual Comunidad le continúa dedicando frases como estas: «En Valencia, todos los pueblos armados montaban grandes guardias, entorpecían el tránsito, consumían paellas, pero los hombres con fusil no iban al frente cuando estaba a quinientos kilómetros. Se reservaban para defender su tierra. (...) Valencia estuvo a punto de recibir a tiros al gobierno cuando se fue de Madrid. Les molestaba su presencia porque temían que atrajese los bombardeos. Hasta entonces no habían sentido la guerra. Reciben mal a los refugiados porque consumen víveres».

La conclusión que saca un personaje tan poco sospechoso como Azaña es que así, con separatismos locales y una carencia absoluta de orden y solidaridad, no se podía ganar una guerra.

Ahora que se avecina un nuevo 11 de septiembre para seguir conmemorando derrotas, tornarán las mentiras históricas; se manipulará la figura de Rafael Casanova y antes la de Pau Clarís en un delirante rosario de declaraciones falaces y agresivas contra España, a la que insultan desde su victimismo, llegando historiadores, escritores y políticos, desde el barcelonés Javier Barraycoa o el abogado santanderino Jesús Laínz hasta el socialista Joaquín Leguina, a desmontar en sus libros esa sarta de falsedades con las que han engañado a un pueblo para apuntarlo a su deriva secesionista que no es cosa de ayer ni de anteayer. En 1918 ya lamentaba Joaquín Sorolla desde Alicante, en carta dirigida a su mujer Clotilde García del Castillo, las algaradas y amenazas de los separatistas catalanes que leía con preocupación en la prensa desde su sillón de la Explanada.

La exposición y el nudo no son, pues, nada nuevo pero falta todavía por acabar de escribir un desenlace cuanto menos incierto.