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Niños de hoy Mari Carmen Díez Navarro

El verano de Hay

A finales de julio estuve un rato en mi escuela. Fui a ver a los niños que hacen el curso de verano y a charlar con las compañeras. Cuando llegué estaban en el patio jugando con la arena, unas cubetas de agua y multitud de cacharros variados. Unos tiraban hojas al agua a ver si flotaban o se hundían, otros hacían bolitas de barro, que eran «albóndigas», un grupo de niñas organizaba un banquete de bodas en una mesa, otro nene echaba «petróleo» a un cubo para que se pusiera en marcha la «máquina del tiempo» que había construido a base de cajas y ruedas, una niña se quitaba los zapatos para notar «el fresquito de la arena», y un grupo de siete niños excavaban pozos «para ver si les salía un manantial».

Qué buen espectáculo verlos jugar. Con tiempo, con sombra, con tierra, con agua, con libertad, con palabras, con amigos y con miradas adultas cuidando y acompañando. Un momento hermoso, aunque no extraordinario, porque en nuestra escuela los niños juegan cada día, a manos llenas, contentos.

Me fui acercando a saludarlos y me contaron sus andanzas veraniegas, los viajes que harían con sus padres, los cuentos que inventaron, las pizzas que cocinaron el jueves, los dientes que se les habían caído desde que no nos veíamos... Había un niño que no conocía y se apresuraron a presentármelo: «Éste se llama Hay, es amigo de Izan, pero no es su hermano y vivirá en su casa hasta septiembre». «Ésta es Mari Carmen, era nuestra maestra, pero ya no, porque se ha hecho mayor y se ha jubilado, ahora va de viaje con una maleta roja que le regalamos nosotros». Hay y yo nos miramos con agrado, él me obsequió con una gran sonrisa, y yo le respondí acariciándole la cabeza y haciéndole unas cosquillas.

Seguí mirándolos un rato más, respirando el ambiente de bienestar que reinaba, y llenándome el oído con sus voces y sus palabras llenas de simbolismo, de imaginación y de sueños.

A la hora de salir coincidí con la mamá de Izan, que expresó la alegría que tenían por haber decidido acoger a este niño saharahui en su casa. Me dijo que era muy bueno, que vivía cada momento con ilusión, que aceptaba bien cualquier propuesta, que le encantaba coger de la mano a Zoe, la hermanita de Izan y que hasta la ayudaba a ella a llevar las bolsas de la compra, aunque no se lo pidiera. Acabó su comentario con una broma que nos puso a reír: «Tendré que mandar a mi hijo allí, a ver si aprende a portarse tan bien como él».

Una manera como otra de quitar fuego, porque, a pesar de no decirlo ninguna de las dos con demasiada claridad, nos sentíamos conmovidas. Ella optó por sacar su sentir valorando en voz alta al niño que compartía su casa, su familia y su verano. Yo sólo dije que me alegraba verlos tan bien, cuando en realidad lo que debía haber dicho era que me emocionaba notar el buen acogimiento que le hacían a Hay y el hecho de que tuvieran la oportunidad de vivir esta experiencia.

Me gusta ver cómo a veces las personas aciertan a encontrar algunas sendas alternativas a determinados problemas sociales ante los que los grandes señores de la política se muestran sordos e indiferentes.

Me gusta ver cómo Hay y muchos otros niños saharauis se han colado en nuestras casas a través de un resquicio esperanzador y humano, abierto por quienes luchan por la resolución de las carencias.

Me gusta constatar que en otras culturas se sigue incluyendo en la crianza el animar a los niños a estimar, escuchar y atender a las demás personas, sobre todo si son de mayor edad, cosa que aquí se nos está olvidando un poco. Sin ir más lejos el otro día un vecino de seis años dejó con la palabra en la boca a un señor de la edad de su abuelo, que le preguntaba cómo le había ido en el colegio este curso.

Probablemente no podamos parar uno a uno ni la desigualdad, ni la guerra, ni el calentamiento global, pero al menos podemos frenar en la medida en que alcancemos cada cual, el enfriamiento global que nos está invadiendo a cuenta de las formas de vivir tan desvinculadas de ahora.

En este sentido creo que la energía afectuosa que se derrama en estos acogimientos familiares temporales es grande y significativa. A los niños acogidos les llegan el cariño, los cuidados y el ambiente cálido de las familias que les abren sus puertas. A los niños acogedores les hace conocer otras realidades, aceptar nuevas presencias y compartir sus espacios, sus juguetes y su familia, cosa que probablemente les abrirá el corazón y mejorará en lo sucesivo su actitud ante las demás personas.

¡Bienvenido Hay!

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