Dicho lugar se halla en el Principado de Asturias, en la desembocadura de la ría de Villaviciosa, donde existe una preciosa playa de fina arena llamada Rodiles que, en ocasiones, se vuelve asesina pariendo de las entrañas de la mar una resaca inmisericorde que atrae a los incautos que cuando quieren darse cuenta se encuentran a 100 metros de la orilla e intentan nadar contracorriente agotándose poco a poco hasta que el Cantábrico se cobra su tributo. Joven era yo cuando una mañana estábamos jugando al fútbol mi hermano Javier y yo, y escuchamos un alarido de una señora que gritaba «que se me afoga mi fíu», y hete aquí que el neñu, desoyendo la bandera roja, cambió la tranquila bañera de su casa de la cuenca minera por una mar embravecida que se lo llevó en un quítame allá esas pajas.

Ni lo dudamos, nos adentramos en la furia y poco a poco nos dejamos llevar por la corriente hasta el lugar donde se encontraba el chaval ya cansado del esfuerzo, y allí es donde empezaron los problemas, pues lo primero que hizo el pretendiente a ahogado fue el abrazo del oso haciendo que los dos nos hundiéramos hacia lo tenebroso. Jamás olvidaré esos instantes de pánico en que sus brazos parecían pulpos que me impedían maniobrar, menos mal que mi hermano se sumergió, nos impulsó hacia la superficie y le arreó al neñu un puñetazo tal que le aturdió el tiempo suficiente para poder agarrarle por detrás, gritarle que se dejara llevar, y la corriente hizo el resto, depositarnos suavemente en la orilla a unos trescientos metros del lugar donde todo ocurrió, vamos, unos vigilantes de la playa pero sin el premio de Pamela Anderson, y para colmo, los achuchones de la sufriente madre convirtieron nuestras costillas en palillos hirientes durante unos días.

Años después, en dicha zona, se popularizó la que vino en llamarse la mejor izquierda del Cantábrico, atrayendo a surfistas de todo el norte que esperaban con sus tablas hasta que llegaban las olas de sus sueños y les llevaban tras varias gestas náuticas hasta cerca del roquedal donde termina la playa. Justo en ese punto existe aún una gruta donde desde muy niño aprendí a coger bígaros, lapas, cangrejos, camarones, y en alguna buena marea percebes, razón por la que todos los años cuando volvía a mis orígenes lo primero que hacía era buscar un calendario de mareas que regía científicamente los días que tocaba uno u otro manjar. Ni que decir tiene que los vigilantes del Principado, en la actualidad, otean con prismáticos todo el entorno de una ría protegidísima y al que pillan sin permiso le crujen en lo económico con altas multas sin redención de pena.

Cuando me llegó de forma tardía la paternidad traté de que mis hijos vivieran una infancia tan feliz como la mía y todos los meses de agosto cogíamos el coche, y de un tirón desde Alicante hasta Villaviciosa, donde las distintas tonalidades verdes de los prados eran el contrapeso al casi desierto en el que vivimos. Desde muy niños les enseñé a nadar en esas aguas. Y cuando caía el sol nos íbamos a la playa, el mejor momento del día, ya vacía salvo los surferos haciendo guardia a la espera de su gran ola. Como no había forma de sacarlos del mar, incluso cuando el faro de Tazones empezaba su jornada, me inventé una leyenda relacionada con la gruta consistente en que en la misma vivía un gran dragón, muy simpático pero que todas las noches raptaba al último ser humano que salía de la playa y que nos teníamos que ir antes de que saliera a por su cuota diaria que nunca volvía a aparecer.

Cuando pensaba que mis argumentos eran lo suficientemente poderosos para abandonar la playa y encaminarnos hacia casa, uno de mis hijos me dijo que no había prisa, que todavía había gente a la orilla del mar. Miré y atisbé cuatro siluetas vestidas de blanco, tapadas desde la cabeza hasta algo por debajo de las rodillas, sin sandalias, mojándose los pies.

Eran monjas. Ni entonces sabía lo que era el burkini ni ahora acabo de entenderlo. Eso sí, lo que mis hijos han entendido y practican es la tolerancia.