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Sustituidos, sustituidores e insustituibles

La feria más importante de este verano que se va airea sus últimos coletazos bajo el recuerdo de una brava batalla entre José Garrido en la corrida de Torrestrella y una personal faena de Diego Urdiales a un hermoso y buen toro de Alcurrucén. Hubo cierto reparo por el doble trofeo a este, pero el espléndido remate con el acero despejó cualquier duda. Y se va esta «Aste Nagusia» bilbaína entre un muestrario de toros ayunos de emoción. Se ha llegado a ese término medio entre la casta y la nobleza que las figuras del toreo actual persiguen con denuedo y que, sin embargo, esconde a buen seguro el mal que acabará con el interés por la fiesta. Este buenismo de los aficionados que anhela que todos los coletudos toreen «bonito», que no haya nadie que se salga de la ortodoxia, nos aboca a una tesitura torista de difícil salida, pues con ello se ha dejado de lado el principio básico de la tauromaquia: la emoción y la variedad. Se ha trasvasado el concepto desde la épica hacia la estética. Con permiso de José Garrido, claro. Y no se trata de que se lidien bisontes y haya tragedia a diario. Pero entre todas esas coordenadas deambula la emoción del toreo. La huida hacia el olimpo estético está dejando caídos por el camino, como es el caso de muchos hierros señeros, estandartes de la insustituible diversidad de castas en el toro bravo. Y sin que el sistema taurino ni tan solo se sonroje. Empieza a ponerse el sol por el horizonte, y cuando llegue el ocaso ya no habrá luz.

Por eso, entre las tinieblas, se atisba tanto mérito a ese «Rafaelillo» murciano, don Rafael Rubio, con sus cincuenta miuradas a cuestas, que sabe de épicas y de estéticas. O a esos Curro Díaz y Paco Ureña, que siguen viéndoselas con todo tipo de ganado. O al Garrido de anteayer mismo. No se me olvida Enrique Ponce, que aunque en los últimos tiempos se nos ha vuelto metafísico y se canta él mismo sus profundidades insondables, otrora también lidió de todo, aun llevando la batuta del escalafón. Y habría que recordar, en vísperas del aniversario de la tragedia de Linares, a ese Manuel Rodríguez caído en astas de un miura en la localidad minera jiennense. Sobre todo y sobre todos. «Manolete», monolito de la vergüenza torera.

Además, la canícula ha traído, como viene siendo normal y natural, percances de toreros que han dado paso a las consecuentes sustituciones, y con ellas llegó el escándalo. En este tan cacareado «año de la apertura a los jóvenes» en los carteles, resulta que en Santander entraba «El Cid» por Escribano acabando julio, y en Cuenca entraba Miguel Ángel Perera por Roca Rey, quien a su vez era sustituido por Ginés Marín. Ni el valenciano Román, con sus recientes triunfos en su tierra y en Madrid, ni Javier Jiménez, que el pasado domingo abrió la Puerta Grande de Las Ventas, han contado para esas empresas de la apertura. Para mayor oprobio, el festejo del viernes en la capital vizcaína quedaba en mano a mano entre López Simón y José Garrido ante la ausencia del venezolano. La nota de prensa de la empresa lo justificaba «dado el criterio con el que se confeccionó este cartel por la apuesta de jóvenes toreros». Un sinsentido y casi un atentado a la tradición taurina.

Y no nos olvidamos de la nota triste de la semana para los taurinos de nuestra ciudad. El domingo nos dejaba otro personaje insustituible dentro del paisaje humano taurino de Alicante, ese popularísimo Antonio Baños «El Roña», apodo que le venía de la tizne incorruptible que de pequeño se le impregnaba en la carbonería de sus padres. Gran amante también del fútbol y del tango, algo que ya recordó este mismo medio. Pero «El Roña» fue también asiduo monosabio en la cuadra de Paco Peris, y recorrió ampliamente la geografía valenciana haciendo valientes quites a picadores y equinos, con cornada en 1972 en nuestra plaza, como contara a Luis Miguel Sánchez para su libro La plaza de Alicante tiene vida, junto a otras jugosas anécdotas. Su bonhomía ejemplar y ese puro que siempre le acompañaba al entrar y salir del ruedo poblarán la memoria de la intrahistoria de nuestra plaza. «Sit tibi terra levis».

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