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Hecho a mano

Como quiera que tenga el día medio hebén y un sí es no es ensimismado, disperso y apaciblemente soso, no tengo ganas de ponerme faltón aunque motivos no me faltarían, que anda el gallinero patrio a su bola, a su poltrona, a su carroña, que va para un año que andamos saboreando las mieles de una dulce anarquía, ¡y no pasa nada, oiga! De modo que, sin intención beligerante alguna, me armo de café, rotulador de punta fina, un cuaderno que me compré el otro día en los chinos y me siento en la terracita a escribir al arrimo del airecico de agosto, a ver qué me sale.

Es una pena que estemos dejando de lado ciertos placeres como éste de escribir a mano. Todo lo hacemos a golpe de click. Las pantallas son un trampantojo inodoro e insípido, el hielo glacial de la escritura.

Leí un par de veces «El nombre de la rosa» de Umberto Eco y otras tantas veces vi la asombrosa adaptación al cine. La descripción del «scriptorium» con los monjes azacaneados en dar forma a los libros miniados, los beatos, los libros de horas es una hermosura. En una de las escenas, Guillermo de Baskerville, trasunto de Occam, contempla los dibujos que le sirven para sus investigaciones, con una suerte de lupas a modo de antiparras sobre la nariz. Uno los amanuenses se vuelve y comenta por lo bajo: «¡Oculi di vitro cum capsula!» Memorable.

No han sido pocos los escritores que hacían de las cafeterías sus gabinetes. Si no llevaban sus aparejos a mano, pedían «recado de escribir» y el camarero les facilitaba pluma, tinta y papel. En cierta ocasión me acerqué a Madrid sólo para sentarme en una de las mesas del café Gijón. El café Gijón es un santuario para los fetichistas de la literatura como el que esto escribe. Una vez allí di en pensar en que estaba en el lugar donde se habían engendrado, proyectado, retocado, rematado parte de nuestro impresionante acervo literario. Y tan transido y fuera de mí andaba, como pisando nubes, que me acerqué al camarero y me atreví a pedirle un recuerdo:

-No sé, una taza, un cubierto, lo que buenamente pueda.

-Baja aquellas escaleras, que allí hay más. Luego hablamos del recuerdo.

Y puntualmente le hice caso y bajé. Allí había más mesas y las paredes abarrotadas de fotos, pinturas, dibujos, dedicatorias, manuscritos de una reata de monstruos sagrados que a punto estuvieron de meterme en trance de desvanecimiento. A la salida, el buen hombre estaba esperándome con el regalo en la mano.

-Ahí tienes, chaval. Que lo disfrutes.

Y me acercó un azucarillo en cuya funda y con primorosa letra inglesa, efectivamente podía leerse «Café Gijón». Y cómo se reía el cabroncete.

Bien, voy acabando esta bagatela. Ya les advertí que tenía el día disperso, medio modorro y zascandil. Dejo, a modo de ilustración, el manuscrito del arranque de este artículo. No me lo tomen a soberbia, ni a exhibicionismo. Gran parte de culpa la tienen el calor, mi desidia y mis pocas ganas de dibujar. Au.

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