Resulta curioso que mientras en el mundo occidental y democrático, en las únicas sociedades libres, se reivindica que la igualdad de derechos entre mujeres y hombres sea algo verdaderamente real (en universidades y colegios, en las cargas familiares, en la calle, en derechos laborales y salarios, en accesos a puestos de máxima responsabilidad en empresas privadas, en la cultura y la educación igualitaria, en la erradicación de la violencia de género, en la no discriminación, en el respeto mutuo?) y no solo una cuestión formal, retórica y legal; resulta curioso, digo, que en esas mismas sociedades y por quienes más reivindican la igualdad proclamándose sus abanderadas se trate con tanta frivolidad, con tanto buenismo tolerante, con tanto miedo, con tanta falsa multiculturalidad, con tanta hipocresía y tanto cinismo el tema de los derechos de la mujer en el mundo islámico. Y dichos temores e hipocresía se han trasladado también a los poderes y organismos públicos, a los gobiernos, a los medios de comunicación, a los periodistas, a ciertos sectores intelectuales, a los partidos de izquierda y sus principios ideológicos, a las universidades, al deporte, a la cultura. De esa forma, la Declaración Universal de los Derechos Humanos, con especial referencia a los derechos de la mujer (recordemos la Declaración de los Derechos de la Mujer y la Ciudadana redactada por la francesa Olympe de Gouges -seudónimo de Marie Gouce- en 1791, quien por cierto acabó guillotinada bajo la autoridad de hombres revolucionarios como Robespierre o Saint-Just) es papel mojado cuando se trata de contrastarla con los derechos de la mujer en el universo musulmán.

Y a cada momento surgen hechos relevantes que ponen de manifiesto ese vergonzoso silencio cómplice, esa intolerable cobardía, esa incomprensible comprensión por parte de grupos, colectivos y personas que se pasan la vida autoproclamándose vanguardia de las mujeres, defensoras de sus derechos, paradigmas del feminismo. Pero cuando de los derechos de la mujer en el mundo islámico se trata, encontramos silencio, comprensión, excusa cultural y atenuante tradicional. Todo se justifica con tal de no condenar con la misma fuerza y energía que emplean en otras ocasiones la discriminación que sufren las mujeres musulmanas. Esta es la gran paradoja del mundo occidental, de las sociedades democráticas. Instaladas en la multiculturalidad en una sola dirección, en el peligroso buenismo, en la nefasta Alianza de Civilizaciones, en los complejos, en lo políticamente correcto, estas sociedades libres han aceptado sin rechistar la discriminación de aquellas mujeres, la preterición y olvido de sus derechos.

Este verano le ha tocado el turno a algo tan demencial y vergonzante como el llamado «burkini», un ignominioso sudario, a modo de traje de baño, ideado para que la mujer musulmana pueda bañarse en playas y piscinas sin ofender a su religión ni «provocar» a los castos hombres que las miren. El cuerpo de la mujer -la mujer-, una vez más, reducida exclusivamente al rol del sexo. Tras su aparición -la del burkini- en algunas playas del sur de Francia las autoridades prohibieron el uso de esa suerte de mortaja que envuelve a la mujer para evitarle ser objeto de pecado y lascivia. Y ahí surgió la polémica y el envenenado debate al que quieren someter a las democracias. Porque, no se equivoquen, todo está perfectamente estudiado. Primero se produce la provocación y después se estudia detenidamente la reacción. Sabedores de los complejos de las democracias europeas, de su impenitente cobardía, de la abdicación de sus valores ideológicos, de sus raíces, del relativismo suicida en que están instaladas, y con la coartada de la islamofobia esgrimida a la menor oportunidad, ninguna provocación es gratuita, pacífica ni casual.

Por eso conocían de sobra las reacciones. Con excepción de algunas posturas firmes prohibiendo expresamente el uso en público del burkini, no paramos de escuchar y leer opiniones ambiguas: «sí o no», «quizá», «tampoco es para tanto», «ellas son libres para escoger», «son sus sentimientos religiosos», «hay que ser tolerantes», «no denigran a la mujer». O, peor todavía, usando ejemplos que carecen del más mínimo rigor intelectual: «tendríamos que prohibir el traje de los surfistas», «el de curas y monjas» -¿han visto ustedes a muchas monjas bañarse en la playa con los hábitos?, ¿qué tendrá que ver?-; por esa esperpéntica regla acabaríamos con el uniforme de los bomberos, la policía, el ejército?; increíble.

De ahí que fuera de Europa, de sus falsos progres y su feminismo de salón, una feminista de verdad, la marroquí Intissar El Mrabet, diga sin complejos lo que no se atreven a decir aquí nuestros progres. «El burkini no es solo un retroceso, sino una degradación para la mujer, es una falsa libertad». Y la diputada belga de origen marroquí Nadia Sminate: «Hay que evitar absolutamente que estas jóvenes se paseen en burkini. Ni en las piscinas ni en las playas. No pienso que las mujeres quieran, en nombre de la fe, pasearse con tal horror en la playa». ¿Sí o no? ¿Qué parte del no no entiende el feminismo y progreso de salón? Se trata de dignidad, de verdadera libertad. La de la mujer.