Ahí estaba yo, camino del altar de Santa María al lado de Don Gonzalo, que se disponía a celebrar la misa de las 12 de un domingo cualquiera allá por principios de los años sesenta. Vestido de monaguillo, con ese blusón de encajes blanco, y con toda la seriedad que requería el rito. Sin remisión, la mirada se me iba hacia uno de los laterales, donde estaban los miembros de mi familia. Mi madre, me sonreía, yo, con los nervios a flor de piel, se la devolvía. Ineluctablemente mi madre siempre llevaba entre sus manos un misal, y cubriéndole el pelo y los hombros, un velo sujeto por un alfiler perlado. Estaba mal visto que las mujeres acudieran a la Eucaristía sin cubrirse la cabeza y enseñando los hombros. La religión mandaba todavía en algunas parcelas de nuestras vidas, generalmente cuando se acudía a los templos donde se llevaban a cabo sus actos litúrgicos,y en su presencia en las calles por medio de las procesiones. El velo de mi madre, y de todas las mujeres, era tan obligatorio como arrodillarse durante la consagración.

Pero que nadie crea que esto solamente ocurría en la inhóspita España franquista. En la católica Italia, otro tanto de lo mismo, en la Francia revolucionaria, en parecido formato, sobre todo en las zonas rurales, y qué no decir de las sectas cristianas, que como setas surgían en los países nórdicos, donde el velo se sustituía por tocados ad hoc. En fin, que esto de las costumbres y usos de las religiones, y sus modas coyunturales, ha sido una constante entre nosotros. Poco a poco y con determinación, además de con la inestimable ayuda del Concilio Vaticano II, esas costumbres enraizadas en los hábitos populares, fueron cayendo en desuso y desapareciendo de la vida religiosa y sus terminales. Hoy en día, y de esto hace ya generaciones y décadas que ocurre en Europa y, desde la recuperación de la democracia en España, el factor religioso ha dejado de determinar la vida de las mujeres, y su influencia, en lo que se refiere a maneras y modas en el vestir, hablar y comportar, ha pasado a ser inexistente.

Esto no ocurre en otros países de religión musulmana. La mujer, en todos ellos, ya sean teocráticos o pseudo-democracias, tiene una condición inferior a la del varón, no solamente en los asuntos religiosos, sino en la vida cotidiana dentro y fuera de la familia. Por mucho que se apele a la libertad de elección, ante una serie de vestimentas que cubren a la mujer, se entiende para no provocar la libido de los hombres, y se quiera ver exclusivamente como una forma de expresión de la cultura de otra civilización diferente a la nuestra, lo cierto es que todo gira en torno a la población femenina, lo cual no deja de ser altamente sospechoso. La imposición, la obligatoriedad, viene dada por la religión vivida en ocasiones en modo fanatismo, nada que ver con el decoro o recato. No hay burkas para hombres, no hay tampoco para ellos hiyabs, no hay poligamia femenina.

Pero si esto es así, y por mucho que se empeñen algunos defensores, e inexplicablemente bastantes defensoras, de lo imposible, en un Estado laico o aconfesional y democrático, lo que tampoco parece que sea de recibo es la prohibición de prendas, mientras estas no impidan la identificación de personas, como lo es la puesta de moda este verano denominada burkini, tan parecido a aquel traje de baño de nuestras abuelas a principios del pasado siglo. Prohibido prohibir, gritaban voz en cuello los estudiantes parisinos durante las revueltas callejeras del mayo del 68, donde la progresía española estuvo sin estar, y participó sin dejarse ver. Prohibir es algo consustancial a la naturaleza humana, nos gusta prohibir a los demás, unas veces con justificación, otras las más, con retorcidas intenciones, o sin argumentario jurídico que avale la prohibición. Rechazar el burkini como prenda de baño, cuyo uso parece más obligatorio que deseado, está justificado, nadie puede entender que haya alguien que prefiera ir a playas o piscinas con el cuerpo totalmente cubierto excepto manos y pies, mientras esposos e hijos lo hacen con bañadores de uso corriente entre el resto de población. No cuela, o es una oblación colectiva, o se trata de una coacción que algunas se saltan, pero que otras, por mor de aviesas conductas de sus familiares del género masculino más directos, no se atreven a contravenir. Los derechos dejan de serlos cuando colisionan con los de los demás, y no parece el caso. El rechazo social al burkini, no tiene por qué comportar su prohibición oficial. Por tanto, allá cada cual con sus vestimentas. Si la tolerancia es un valor altamente democrático, lo que parece también meridianamente claro, es que el bikini y el burkini, están en coordenadas cartesianas antagónicas. Los modos y maneras de las respectivas sociedades parece que también. Particularmente, me alegro de que el velo de mi madre solo sea un recuerdo de mi infancia y no una realidad en mi senectud.