Sé que languidece el verano, el mío particular, porque me quedan dos vaharadas de tranquilidad. Pero antes de pensar en recogidas y maletas con destino a la cotidianidad, intento disfrutar del último chapuzón playero. Conforme lo gozo soy esclavo de un incorregible defecto, pues en vez de alegrarme de esos postreros minutos me invade ya la nostalgia de la despedida y ya no acaba de lucirme. Me altera esa incertidumbre de no saber cuándo podré volver después de saborear unos días garantizados. Porque esa es la desazón que nos hace contradecirnos, el ignorar si los deseos o los sueños están asegurados; y como nada ni nadie nos certifica un plan para el día siguiente, me siento vulnerable, limitado, infinitamente frágil.

Mientras me recuesto en la hamaca, fijo la mirada en esa línea fronteriza del horizonte; esa simbiosis entre el mar azul y el cielo ocre, solamente transitado por las incansables gaviotas. Despierto pero absolutamente relajado, absorto pero pendiente de lo que me rodea, abstraído de tensiones y entregado a la contemplación, acepto con agrado los regalos de la tarde: la calidez del último sol del día, el ronroneo de las olas, la brisa agradecida, el aleteo de las aves, el revoloteo de las sombrillas, incluso las voces de los últimos bañistas recogiendo sus enseres. Mis oídos lo escuchan todo y todo al mismo tiempo, también al niño que molesta, cercano, con la pelota. Es lo único que incomoda mi calma: el chiquillo con la pelota. ¿Es que no ha jugado ya lo suficiente durante el largo día? Me pregunto. ¿Por qué no se cansan nunca los críos? Me vuelvo a interpelar.

Rescato de inmediato el viejo tema de Serrat, «Esos locos bajitos», y que dice: «niño, deja de joder con la pelota?». Precisas las palabras de Serrat que me vienen como anillo al dedo, mas que inconsciente el cantautor catalán, ahora que pienso; pues él, culé reconocido, no se vanagloriaría de su Barça si la fábrica de su cantera, la famosa Masía, no se hubiese nutrido de chavalines que tanto han jorobado al prójimo con pelotazos en los pasillos de sus casas o en los parques más próximos. Intento consolarme pues en las posibilidades que tiene el mocoso de vestir un día lejano el uniforme de la roja representando a nuestro país, pero mientras tanto?

Reflexiono también respecto a ese último baño, pues me asaltan los fantasmas en un síndrome absurdo que indica que me estoy haciendo mayor. Cuando tenía la edad de este churumbel, que ahora tanto me molesta, no tenía miedo al mar, me encantaban las olas, y cuanto más altas, mejor. Solo me causaba respeto que rebasara el nivel de las aguas mi propia altura y tan solo eso era mi prohibitiva línea roja. Hoy, por el contrario, prefiero ver el fondo por donde piso y observar mis pies por donde ando, siendo incapaz de sumergirme en aguas poco transparentes, porque cada vez intuyo el mar más grande y más hostil para mi cobardía.

Es curioso, pero de pequeño me sentía un intrépido desobediente, deseando distanciarme de grupos cuando me adentraba desde la orilla. Ahora no. Ahora necesito compañía cercana, pues la presencia contigua de otras personas me ofrece mayor seguridad, apelando a esa psicología colectiva que parece más protectora; mientras la apuesta por la individualidad en una aventura acuática me acongoja más. Debe ser un síntoma de la edad, y cuanto menos joven más miedo me causa una zambullida. Antes, como irresponsable adolescente, pensaba en capturar un pulpo con apenas unas gafas; y ahora me tiemblan las piernas al pensar que haya una tintorera de paseo, por eso cuanto más acompañado mejor, porque la soledad de un bañista es una tentación para los curiosos moradores.

Por fin se cansó el niño de su amiga la pelota y reclamado por su pasota padre, despreocupado con su cerveza y guarnecido en su parasol. Se va ahora el nano cuando ya no hace falta que se vaya. Al fin y al cabo, solo me ha dado tiempo en blasfemar, para mis adentros, contra su padre; en recordar a Serrat por su culpa y en convencerme de que me da miedo bañarme solo, sobre todo cuando el sol se despide, la brisa se destapa y las gaviotas se refrescan en esa inmensidad de mar, ya sin cantos de sirenas; tan solo la de las raudas ambulancias por la carretera.