La semana pasada me explicó un amigo de cuyo nombre no quiero acordarme que esta selección nuestra de baloncesto está acabada. Me argumentó que el seleccionador ha perdido el mando, que los jugadores son muy viejos, que falta hambre, que no hay el talento y que no pueden estar Ribas y San Emeterio en casa y Abrines y Navarro en Río. Acababa aquel día de ganarnos Brasil y dejar a la Roja del básket con 0-2 en la fase de grupos. ¡Ay, ay ay... bendita ignorancia! Después de pasar ayer por encima de Francia me da que habrá cambiado de idea.

Y es que esta selección merece gloria eterna por su clase, por su saber estar, por su capacidad de superación y por su habilidad para vivir al filo del abismo y jugar en la mismísima frontera de lo imposible, campeonato tras campeonato.

Estamos ante una generación nacida para los grandes días. Falla cuando todavía no hay nada en juego, desespera al personal en cada inicio de Mundial, Europeo o cita olímpica y alimenta el malaje de los agoreros con derrotas inesperadas ante rivales inferiores. Pero cuando llegan el día D y a la hora H, gana. Casi, casi, casi siempre gana. Es el ADN de Pau y de sus colegas. Ellos lo saben, por eso ni la madrugada de Croacia ni la noche de Brasil mostraron ningún miedo con sus dos derrotas. Ellos sabían que el día de cuartos de final era en el que no podían fallar. Y que ese día SÍ iban a ganar. El tiempo les ha dado la razón.

Francia quería vendetta por aquella afrenta en su propio Eurobásket de hace 11 meses, pero no aguantó nada más que el primer asalto a una España versión 5 jotas. No hizo falta un imperial Gasol, como aquella noche de septiembre en el Pierre Mauroy de Lille. Tampoco el mejor Rudy Fernández. Ni siquiera al Llull eléctrico. Esta vez la segunda unidad, la de Hernangómez, Reyes o el Chacho acompañó y arropó a un Mirotic que terminó de callar bocas... si es que quedaba algún agnóstico todavía en la sala.

España está de nuevo en la elite olímpica. Como hace 4 años en Londres y como hace 8 en Pekín. Y llegados aquí, son capaces de todo. Da lo mismo el rival que esté al otro lado del parqué. Hasta mi amigo tendrá que admitirlo.