Desde el último tercio del siglo XX se viene produciendo una transformación profunda en la modernización del Estado como organización política surgida en el Renacimiento y que se consolida con la paz de Westfalia en 1648. La globalización económica y socio-cultural lo ha debilitado y ya no encuentra respuestas a los múltiples problemas y desafíos a los que han de hacer frente las sociedades actuales.

La gobernanza tiende a ser global precisamente para poder enfrentarse a los terrorismos internacionales, las crisis económicas, las migraciones masivas, la convergencia en el desarrollo, el cambio climático, etc. Sin embargo, de la estatización de la sociedad han surgido populismos que quieren mayor autonomía a los Estados, cuando no crear uno propio, e impiden que las instituciones internacionales puedan cumplir sus objetivos de un mayor y eficaz gobierno mundial. Nos encontramos, pues, ante una crisis del Estado de hoy, o mejor dicho, ante una revolución mundial según el Club de Roma o una transición, tal y como la define D. Bell en El advenimiento de la sociedad postindustrial (1976).

En España, las elites que sostienen al modelo bipartidista se resisten a reconocer esta crisis transicional del Estado y pugnan constantemente por su control, conscientes de que su acceso les proporciona los privilegios implícitos en su aún inmenso poder coercitivo y del monopolio de la violencia. No acaban de entender que una gran parte de la sociedad española está exigiendo una profunda transformación de sus estructuras, una transformación que tiene que ver principalmente con el sistema que lo sustenta, o sea, con su poder político.

Esta transformación, que ya se ha producido en la sociedad española a través de sus pautas y manifestaciones culturales, donde surgen nuevos grupos técnicos y profesionales, con generaciones de jóvenes cada vez mejor formados, con una sociedad que envejece de forma activa y con un tejido empresarial potente y profesionalizado, esa transformación, digo, solo puede venir por la vía de las reformas, pues es impensable para los españoles un cambio en el sistema que venga por otros caminos que no sean de respeto a los principios democráticos. Pues bien, esa vía reformista solo la puede proporcionar gobiernos estables y de consenso, ya que hablamos de adaptar al Estado a una situación de globalidad que nos exige acometer cambios profundos.

Cambios que tienen que ver con reformas constitucionales en el sistema electoral y de representación política, con su modelo territorial, con la Administración pública, con su sistema educativo, con su sistema fiscal y la redistribución de rentas, con la regulación de los mercados, con la seguridad europea. Son demandas al poder político para que ejerza esa actividad de ordenación e integración de la sociedad a la que están obligados. Esa integración a la que nos referimos no solo atiende a la brecha secesionista que se está abriendo en España sino, y quizá porque afecta más al bien común, por la existencia de altos niveles de «idiocia» y aldeanismo, por los numerosos gorrones o «free riders» que campan a sus anchas en estamentos e instituciones y por una corrupción emergente e inducida muchas veces desde el poder (Luis Bouza-Brey).

Por eso los españoles han elegido a sus representantes en las dos últimas elecciones generales con bastante racionalidad. Han distribuido el mayor poder político entre cuatro fuerzas precisamente para que busquen ese consenso, para que transformen y lleven al Estado a una nueva modernización. Para que cumplan con esa transición postindustrial que pervive en la sociedad española desde hace ya varios lustros.

La responsabilidad si incumplen con esa voluntad expresa habría que achacarla a sus dirigentes y no a sus votantes o simpatizantes, que sencillamente han manifestado unas preferencias políticas. Los aparatos que hacen mover a los partidos políticos deberían dejar para otro momento el burdo politiqueo que practican, olvidarse por una vez de las ambiciones personales de sus miembros y acatar lo manifestado por el conjunto de los españoles, que no ha sido otra cosa que reformar las estructuras de nuestro sistema político, económico y social con determinación, con acuerdos y con la cooperación institucional.