Información

Información

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

¡Corre! (y 2)

Y no quedó más remedio. Corrí por la ciudad como nunca lo había hecho. Calculando el trayecto del colegio a mi casa, a buena marcha, no llegaría a veinte minutos. Pasaba gente, coches, luces, comercios a mi lado a una velocidad de vértigo y algo tremendo pugnaba por salir de mi esfínter cerrado a cal y canto y que estaba a punto de claudicar.

El parque. A mitad del camino había un parque. No lo recordaba. Pasaba por allí todos los días. Además de señoras con carritos, abuelos bermellón tirando a cárdeno, patos y pavos reales, habían unos hermosísimos evacuatorios públicos que pasaron a ser en mi mente, en mi vientre, en todo mi ser, de vulgares váteres a tabla de salvación, el rostro de Dios, los verdes valles del edén.

Casi estaba llegando. Un poco más. Corre, conejo, corre. No podía más. Ya estoy. Agarro el picaporte. El corazón está a punto de salir por la misma vía que las miserias que me atormentan. Una, dos, tres veces intento abrir. Empujo con el hombro, pateo, gimoteo, lloro, clamo a los cielos. Los váteres estaban cerrados. El mundo era mi enemigo. La luna que tenía encima, era mi enemiga, la señora que me miraba con extrañeza, era mi enemiga. Me sentía solo, miserable, minúsculo, ratón de laboratorio, colilla, esputo sobre el asfalto. Pero el volcán en erupción seguía su curso ajeno al desamparo que me destrozaba. La inercia, el fracaso, el desconsuelo pusieron alas a mis pies que enfilaron calle arriba en busca del cálido caparazón que era mi casa. Todo se distorsionaba a mi paso. La bolsa de deportes repleta de cuadernos y de libros, golpeaban mi espalda en la frenética carrera. Una tienda de ultramarinos. Un cuartel de infantería. Una farmacia. Un árbol. Una farola. La realidad, de pronto, alteraba su tiempo, su ritmo. Un bar. ¡Un bar! Tenía que haberlo pensado antes. Un bar. ¿Dónde hay un bar? Bien. Tranquilo. Busco un bar. Pido una Mirinda. Busco el baño. Descargo. Pago la Mirinda y se acabó el mal sueño. Pero no tengo un duro. En plena esquizofrenia soy consciente de que no tengo un duro y mis melindres de niño bien educado me impiden entrar a una cafetería a frezar sin consumir. Sopla un viento extraño, un viento látigo, como un cuchillo que rebana la soledad que me colma. Doblo una esquina. Hay cientos de muertos en las esquinas. Un hachazo en mi vientre. El bar a dos pasos. Y claudico. Mi vida entera es una claudicación. Y dejo caer, cautiva y desarmada, toda mi miseria al fondo de armario de mis pantalones. Dejo que chapoteen mis entrañas entre mis piernas, dejo que el mundo sepa que soy el imbécil que se caga encima.

Afortunadamente no hay nadie más que un camarero tras la barra del bar. Podía haberme mirado, darse cuenta de mi desolación, pero no lo hizo. Entré en el aseo, cerré el pestillo. Me apoyé en una de sus paredes, y lloré con el llanto primero de la humanidad, el llanto de la caverna, las lágrimas de la primera consciencia.

Acabé con el papel higiénico y empecé a desmembrar cuadernos. Uno detrás de otro. No disponía de material suficiente como para limpiar todo aquel magma que me rodeaba. Lavé concienzudamente mis calzoncillos he hice de ellos una esponja con la que limpiaba mis piernas. Lavé las partes más afectadas del pantalón y volví a ponérmelo. Tiré de la cadena repetidas veces, limpié con esmero hasta dejar el baño medianamente limpio. Abrí el pestillo y salí. Esta vez el camarero sí me miraba.

-¿No quieres tomar nada?

- No, gracias.

Y salí a la calle, a esa fantasmagoría llena de ruido y de furia y de gente que me miraba. Salí corriendo otra vez como no he corrido en mi vida. Creo que ya no buscaba mi casa. Buscaba estrellarme contra algo, un parón negro en mi cabeza y un chasquido, volver a la nada y dejar de ver gente, dejar de verme a mi reflejado en los escaparates, dejar de ver reflejado en todos los sitios a ese patético borrón gris en el que me había convertido.

Lo último en INF+

Compartir el artículo

stats