Leo las interesantes observaciones -vertidas ayer, en este periódico- de mi buen amigo Manuel Alcaraz, profesor de Derecho Constitucional, además de miembro del Consell, y tengo naturalmente que darle la razón en algunas de las consideraciones que desgrana a propósito de qué debe entenderse, desde el punto de vista cívico, por respeto a la Constitución.

La Constitución del consenso de 1978, como se denomina por contraste con las constituciones del pasado, no exige, como en el caso de otras constituciones foráneas, la adhesión militante de la ciudadanía a sus principios, ni al entramado de disposiciones y reglas considerado como un todo. Basta con el respeto a sus normas, independientemente de que no se compartan o se quieran cambiar, en tal caso de conformidad con los procedimientos de reforma establecidos.

Pero no veo qué hay de malo y hasta qué punto supone una afrenta a la Constitución que haya ciudadanos que la defiendan en el debate público frente a aquéllos que, también en el debate público, la atacan y menosprecian. Unos y otros no hacen sino uso de su libertad de expresión, amparada por la Constitución; pues la Constitución, así como banderas, símbolos y señas varias de identidad, no son entes sagrados o tabús sobre los que no se pueda discutir, como bien se sabe. Se puede quemar una bandera; se puede denigrar la Constitución; se puede promocionar la causa de la ruptura constitucional. De hecho, la Constitución no queda al margen del debate público, más allá de su vigencia jurídica que a todos obliga.

Probablemente, el profesor Alcaraz, que me consta es devoto de J. Habermas, estará de acuerdo con estas palabras que condensan el pensamiento del gran jurista y pensador alemán a este respecto: «Deberíamos aprender finalmente a entendernos no como una nación compuesta por miembros de una única comunidad étnica sino como una nación de ciudadanos? pues el Estado no tiene otra estabilidad que la que le confieren las raíces que los principios de su Constitución echan en las convicciones y prácticas de sus ciudadanos».

Claramente Habermas defiende una concepción cívica de la Constitución (y de la Nación), en la cual los derechos de ciudadanía y su libre ejercicio son las raíces que hacen crecer, día a día, el sustento de una sociedad democrática y social en la que todos nos podamos reconocer. Y, desde luego, tiene su mérito decir esto en un contexto cultural como el alemán, en el que los demonios del nacionalismo extremo han andado sueltos demasiadas veces provocando las peores pesadillas.

El caso de España es distinto, comenzando porque, entre nosotros, hay nacionalismos étnicos y culturales (por seguir con la terminología alemana) que día sí y día también disparan con bala para socavar la legitimad constitucional y proclamar su derecho a formar estados excluyentes. ¿Están en su derecho? Ciertamente, mientras se mantengan en la no violencia y se respete el ordenamiento constitucional, como Alcaraz indica.

Pero a nadie se le puede negar, ni se le puede acusar por ello de prepotencia o provocación, el derecho a defender la causa constitucional en el plano ideológico y político. Es más, si miramos a Europa, en toda su complejidad, y somos conscientes de los peligros al alza de los nacionalismos excluyentes (el veneno que intoxicó paranoicamente el continente en la guerra civil entre 1914 y 1949), orlados del populismo más banal, entenderemos mejor el llamado de otro gran constitucionalista italiano, Gustavo Zagrebelsky, cuando echa en falta y reclama urgentemente partidos constitucionalistas a escala europea.

El error común en que incurre Alcaraz, a mi modo de ver, así como toda una escuela que, por cierto, ha predominado en la universidad española a lo largo de las décadas de democracia, es creer que la Constitución es solo, o fundamentalmente, un texto jurídico, una norma que por sí misma se impone, se aplica y ya. Yo creo que no es solo eso. Creo que nada impide, más bien al contrario, que pueda ser defendida en sus postulados, en sus principios, en su integridad, tanto si con ello se promocionan intereses de partido, como si no; lo que implica, por supuesto, la posibilidad, yo diría que urgencia, de cambiarla y actualizarla en algunos aspectos.

Cuestión distinta son los argumentos con que se defiende la Constitución. Muchas veces los políticos dicen hablar en su nombre, pero la utilizan cual dardo envenenado. Cierto, aunque nada diferente de lo que hacen los políticos nacionalistas que a se apropian de una supuesta nación entera, ignorando los derechos de sus ciudadanos; o de los populistas, que se apropian intelectualmente del pueblo, al que tratan como ganado de borregos; o de los puristas radicales, que se apropian nada menos que de la verdad. Pero no nos confundamos: una cosa es el debate público, y otra la defensa de la Constitución, el principal instrumento de unión, de cohesión y de estabilidad que tenemos.