Hace unos 30 años que me dedico a explicar la Constitución española y sus circunstancias -lo de ahora, lo de Conseller, es temporal-. O sea, que soy profesionalmente «constitucionalista». Pero también lo he sido en otro sentido. Cuando se aprobó la Constitución, la gran mayoría de Departamentos universitarios de Derecho Político cambiaron su denominación para ser de «Derecho Constitucional»: no era un tecnicismo, sino que expresaba el firme compromiso cívico de gran parte del profesorado condensado en recordar que la Constitución, en cuanto que norma, era de obligado cumplimiento, algo que no estaba tan claro hasta años después de su entrada en vigor: por entonces, para muchos -incluyendo jueces- la Constitución era una declaración de intenciones, o un «sentimiento». Provengo, por lo tanto, de una tradición muy concreta: defendí dónde y como pude el tránsito de la dictadura a la democracia, y luego me comprometí activa e intelectualmente con el texto constitucional y su desarrollo jurídico y político.

Otros no lo hicieron. Es lo mismo: la Constitución también les ampara mientras no usen la violencia. Esta democracia no es «militante»: a nadie se le pide fervor interno, una adhesión inquebrantable al sistema. Curiosamente, dado que tal idea proviene directa y reiteradamente de sentencias del TC, quienes defienden lo contrario estarían contra la Constitución. Pero no lo saben. A mí me da igual, pero no deja de ser molesto cuando algunos de estos, o algunos de los herederos de aquella AP que en buena medida se opuso a la Constitución y a su desarrollo, se empeñan en hacer gala de su profunda ignorancia en estas materias. Nadie está obligado a ser profesor de Derecho Constitucional, pero nadie debería envolverse en la Constitución sin haberla leído y tratar de entender que por debajo de las palabras late una complejidad digna de ser entendida con inteligencia y sin demasiado alboroto.

Y viene esto a cuento de que no hay nada menos constitucional que autodenominarse «constitucional» o «constitucionalista» para atacar a conciudadanos o, simplemente, para marcar una frontera. A la «Constitución del consenso» le repugna tal actitud porque la aceptación de la misma es adhesión a principios básicos que, al ser compartidos, excluye la exclusión, pudiéndose forjar la ciudadanía en una comunidad de ejercicio de Derechos. No se trata, insisto, de mostrar entusiasmo -hay partes de la Constitución que nunca me han gustado-, pero sí de aceptar con serenidad, sin ostentación, la virtud cívica del sometimiento al derecho que se funda en la Carta Magna. Carta entendida como un todo y no como agregado incierto, y menos desde una selección previa, ideológica, de lo que se considera esencial con olvido premeditado de lo que no emociona. Una Constitución de tal manera entendida -y así se refleja en los textos del debate constituyente- no admite su uso como jabalina, su aprovechamiento como saliva con que escupir al oponente, aunque defienda ideas contrarias a la propia Constitución. En última instancia, la interpretación jurídica «auténtica» de la Constitución recae solo en el TC, pero nadie, absolutamente nadie, puede arrebatar a cualquier otro, en bloque, su ciudadanía constitucional, por eso decía que quien se autodefine como «constitucionalista» de manera estrecha incumple con el sustrato mismo que hace viable y fuerte a la Constitución.

En ese «todo» que es la Constitución también es Constitución el Título de su reforma, por lo que quien lo invoca es tan constitucional como el que invoca cualquier otro artículo. Es más, hace bastantes años que sustento que la única manera de defender de verdad la Constitución, y no con huera retórica, pasa por proponer su reforma. Todo aquel que se asome a la historia constitucional sabe que las mejores y más perdurables constituciones se basan en un equilibrio, no siempre fácil, entre la permanencia y el cambio. El drama del constitucionalismo en España es que nunca, nunca, una Constitución fue reformada y los sistemas acabaron con sustituciones traumáticas, golpes de Estado o guerras civiles. Harían bien en mirárselo los «constitucionalistas» de tres al cuarto, no vaya a ser cosa que de tanto abrazar al niño acaben por ahogarlo. Desde luego, muchos males hubiéramos ahorrado si hace unos años se hubiera abordado una reforma profunda: conforme pasa el tiempo más difícil es la reforma, más grueso es el expediente de las crisis parciales del sistema, con su corolario de corrupción, hastío y descrédito de lo democrático. Quizá haya un día en que los historiadores del futuro achaquen a la defensa ciega de la Constitución otro periodo de males, otro ciclo maldito de destrucción de la convivencia.

Mas ya sé que por escribir esto soy un «radical», epíteto que ahora es capaz de aflorar con suntuoso apresuramiento en los labios de muchos «constitucionalistas» de cartón piedra, analfabetos de su Constitución e iletrados y mudos en el momento en que los argumentos deben sustituir a los denuestos. El sueño de la derecha superviviente de sí misma y de la derecha naciente es levantarse cada día como «constitucionalistas» que salen a la caza del «radical». ¿Qué vamos a hacer? Paciencia, que los tiempos no dan para más. Me temo, pues, soy un «constitucionalista radical» dispuesto a enojarme con quien me diga que ha defendido más la Constitución que yo o que no admita un debate franco, crítico y tranquilo sobre la Constitución realmente existente -incluido su desarrollo- en nombre de una Constitución de pandereta y guardarropía, con más banderas que artículos, con más gritos que argumentos. En ese hipotético debate, mi intervención empezaría recordando, por ejemplo, que la Constitución defiende a los estúpidos y a los ignorantes; aunque no sean Derechos Fundamentales, por ahora, la estupidez y la ignorancia. En estos matices es donde habita el auténtico constitucionalismo. Radicalmente.