El espacio público se identifica habitualmente como aquel en el que los ciudadanos se reconocen individual y colectivamente, y que conforma el lugar común necesario para el desarrollo colectivo de una sociedad democrática. Se trata de un espacio donde los seres humanos se relacionan entre sí y donde esa interacción potencialmente puede provocar transformaciones sociales. Por varias razones asistimos a una traslación de las actividades del espacio público al privado de forma muy evidente, lo que añadido al descenso de atención por parte de la Administración a la calidad y capacidad de atracción de lo común, nos conduce a una situación deficitaria de lugares públicos que permitan compartir experiencias y que, salvo ocasiones especiales, no constituye lo que debería ser: un espacio contenedor de actividades que propician múltiples relaciones sociales.

La ciudad desde su origen ha estado presente, de un modo u otro, en las distintas manifestaciones culturales a lo largo de la historia. La llegada de los videojuegos, que precisan de un fondo, un contexto por el que se mueven los personajes, incentivó junto con los avances en la tecnología la creación de espacios virtuales cada vez más perfectos, que ha llevado a que la diferenciación entre virtual y real sea en ocasiones difícil de distinguir. De hecho, en la actualidad algunas películas de animación intercalan de forma brillante, la realidad tangible, con lo que llamamos realidad virtual.

Recientemente, a escala mundial, ha saltado a primera plana de todos los medios de comunicación la actividad frenética desencadenada por un juego para plataformas móviles, el Pokémon Go, que a nuestro entender supone un cambio cualitativo en la relación entre lo real y lo virtual. El escenario ya no está recreado sino que es la propia realidad la que se observa a través de la pantalla, a la que superpone unos personajes con los que interactúa el jugador. Pero no nos debemos llevar a engaño, a pesar del aparente interés de esta apuesta por el escenario de la realidad, la principal motivación del usuario reside en lo virtual y así, lo real, el escenario que se comparte in situ con la pantalla del dispositivo, adquiere la condición de contexto neutro y parcial, hasta el punto de que el juego está provocando desagradables accidentes por la falta de percepción del contexto, es decir, del espacio físico por el que transita. Ciertamente, el juego propicia la visita a lugares tangibles, a través del GPS que nos dirige hasta donde están los personajes. Sin embargo, este espacio se convierte en simples coordenadas y el recorrido es en un camino dirigido hacia el objetivo de caza virtual.

La prensa mundial se afana en destacar sus beneficios, entre los que subraya evitar el sedentarismo, unir a padres e hijos en una actividad común, hacer salir a la gente a la calle, activar nuevos negocios vinculados al juego, fomentar las «quedadas», e incluso está siendo utilizado como herramienta para la dinamización de destinos turísticos maduros. Todo ello ventajas incuestionables en términos objetivos.

No obstante, entre líneas podemos leer otras claves sociales: primero, que utilizamos poco el espacio público, al menos en menor medida de lo que potencialmente se puede usar; segundo, que éste es una materia prima esencial para la configuración de la ciudad y de la propia cohesión de la sociedad; tercero, que las relaciones con éste han cambiado, las nuevas tecnologías favorecen la pérdida del protagonismo del espacio para la interacción entre personas; cuarto, que las relaciones entre padres e hijos se han transformado, en parte a partir de las nuevas tecnologías y que quizás debería indagarse en las razones que subyacen; o, quinto y último, que una excusa tan banal como «cazar» unos personajillos ha sido capaz de movilizar mundialmente a tanta gente, mucho más que las grandes causas que nos deberían conmover y movilizar como seres humanos.

Parece evidente que el espacio público resulta poco atractivo, que los implicados en la construcción de la ciudad estamos haciendo algo mal, al contemplar atónitos cómo un juego de realidad virtual es capaz de atraer y agitar de este modo la relación de tanta población con sus ciudades. Resulta llamativa la invasión que se ha producido en plazas, calles e interiores de edificios, sobre todo porque esas plazas, calles e interiores no se perciben, los jugadores circulan asépticamente por los espacios de la ciudad como si fuera el fondo de pantalla del dispositivo. Se trata, en realidad, de un uso ficticio de la escena pública. El espacio físico por el que el jugador se mueve no existe, no se mira, sólo su imagen especular en un terminal que no deja de ser observado por el jugador y que lo delata fácilmente, a él y a su grupo, entusiasmado por encontrar un mundo irreal dentro del real.