Mayo de 1979, en plena transición y tras unas elecciones celebradas dos meses antes en las que el PSOE, liderado por Felipe González, se consolidó como la segunda fuerza política, tras la UCD de Adolfo Suárez, con 121 escaños y cinco millones y medio de votos. La formación socialista se aprestaba a celebrar su Congreso, con el lema «Construir en libertad». Como partido democrático, las bases habían elegido en asambleas locales y comarcales a sus delegados que les representarían en Madrid, con mandatos cerrados para ciertas resoluciones y abiertos, prestos a la negociación con las diferentes delegaciones y el candidato a secretario general, para otras. Los resultados habidos en los diferentes territorios ya anunciaban una lucha sin cuartel para el tema estrella del XXVIII Congreso, la eliminación del marxismo como ideología oficial del partido, y la apuesta por la socialdemocracia, apoyada unánimemente por los partidos de corte socialista europeos.

Deliberaciones, comisiones, pleno, pasillos, despachos, madrugadas, fueron testigos de la batalla que se dio en aquel congreso por eliminar una palabra de la praxis política socialista. Espadas en alto, defensores del continuismo y propulsores del cambio, se batieron el cobre hasta la extenuación. Al cabo, los partidarios del mantenimiento del marxismo vencieron y, como consecuencia, el líder que había apostado por la socialdemocracia renunció a su candidatura para la secretaría general y animó a quienes fueron cabezas visibles del mantenimiento del marxismo a coger las riendas del partido. Ni Gómez Llorente ni Pablo Castellanos tuvieron arrestos suficientes para aceptar el reto de dirigir al PSOE que ellos dibujaban, por lo que una gestora se hizo cargo del partido y. a los seis meses, González volvió de nuevo a presentarse a secretario general y arrasó con su propuesta de eliminar el marxismo e incorporar al PSOE a la socialdemocracia europea. Fin de la historia hasta nuestros días.

El corolario de estos hechos acaecidos hace ya la friolera de 36 años es que siempre es mejor provocar a quienes bloquean una investidura, una candidatura, para que resuelvan la situación según sus proyectos y con sus programas, si es que configuran una alternativa. Aúnen esfuerzos si tienen equipo de dirección para ello, propongan un líder si entre ellos hay quien es respetado y apoyado por la mayoría de las cabezas visibles y por supuesto la militancia. Felipe en aquella ocasión lo vio claro. Órdago a la grande y que sigan adelante con el proyecto del marxismo quienes bloquean su candidatura a la secretaría general imponiendo otras tesis. Pero la oposición no quiso saber nada de responsabilidades, de tomar decisiones, de dirigir. No había alternativa. No tuvieron los nombrados, ni otros que les secundaron, el valor suficiente para hacerse cargo de un partido en pleno ascenso, que ya se divisaba como alternancia al gobierno de UCD, como ocurrió en el histórico año de 1982 cuando la socialdemocracia liderada por Felipe González obtuvo 202 escaños.

Los derrotados tras los seis meses de gestora se retiraron a sus cuarteles tras haber creado una división como pocas veces se había visto en el seno interno del partido, que acababa de cumplir cien años de existencia. Tras años arrolladores en las urnas con políticas que atraían a electores provenientes del centro izquierda, de la moderación, se produjo un regreso al pasado con el ascenso y caída de Zapatero como líder del PSOE en los albores de este siglo XXI. Ungido en el XXXV Congreso gracias a los votos de los guerristas, empecinados en impedir a toda costa el paso a José Bono, el viraje de Zapatero hacia postulados más radicales, más propios de doctrinas de la izquierda cuasi extraparlamentaria, y la crisis cuyo advenimiento negó hasta la saciedad, desde un gobierno que se apoyaba en los separatistas de Esquerra Republicana, condujo al partido a postulados más propios de los vigentes antes del XXVIII Congreso. Puso al socialismo a los pies de los caballos, haciéndole perder protagonismo y con la irrupción del movimiento Podemos, que de alguna manera se alentó desde la propia calle Ferraz, ya con Sánchez ungido como nuevo secretario general, seguidor de los erróneos pasos de Zapatero, han arrastrado al PSOE a la situación actual, perdiendo elección tras elección, con visos de que todavía se vaya a peor en la versión más terrorífica de la ley de Murphy. PSOE y Sánchez van camino del oxímoron. El socialismo está necesitado de un nuevo «XXVIII Congreso» que lo vuelva a situar como alternativa viable de gobierno sin necesidad de componendas con quienes quieren acabar con el PSOE.

La situación crítica por la que pasa el actual socialismo patrio, necesita como agua de mayo de un nuevo liderazgo que dirija los destinos de la organización, partiendo de una renovación de ideas y proyectos que le sitúen de nuevo en el centro izquierda, combatiendo la ideología populista, frentista y rancia que el movimiento Podemos y sus confluencias han puesto de moda en el segmento de la izquierda política española. La vacuidad de sus mensajes, visualizada una vez instalados en la gobernación, debiera denunciarse por la formación socialista como prueba evidente del engaño masivo que se desprende de los pronunciamientos del radicalismo populista de Iglesias y acólitos. No hay más tiempo que perder, el inicio del próximo éxito electoral así lo demanda. Si en su momento González dio un paso al frente, en circunstancias tan sensibles como fuera en plena transición, no hay razón alguna para que quien deba tomar las riendas del nuevo PSOE, se decida de una vez por todas. La actual situación política y económica, con el reto del separatismo catalán, requiere un PSOE fuerte y unido, sin fisuras y en la moderación. Unos próximos comicios, si es que al final los hubiera, dejarían al socialismo tocado de tal forma que sería mucho más difícil su tratamiento y recuperación. El hierático rostro de Sánchez en su última comparecencia, permite vislumbrar que algo puede estar moviéndose en el PSOE.