Desde mi primer recuerdo, muy borroso, de que existía un momento, cada 4 años, en el que todo el mundo estaba pendiente de unos deportistas, han transcurrido 15 Juegos Olímpicos. Los de Helsinki, en 1952, cuando yo tenía 10 años, se comentaron mucho en mi familia, una parte de la cual es de origen escandinavo y con buenos deportistas. Sonaban con frecuencia los nombres del maratoniano Zatopek, de Paavo Nurmi, ganador de 12 medallas olímpicas, de Adhemar Da Silva, oro de triple salto, actor de cine, con un papel inquietante en la oscarizada película Orfeu Negro, de Marcel Camus. Y otros que serían famosos más tarde, como Lazlo Papp, Floyd Paterson e Ingemar Johanson en el boxeo. Y, sobre todo, el futbolista húngaro, mítica estrella del Real Madrid años más tarde, Ferenc Puskas, que lideró el oro de su equipo en aquella ocasión. Cuatro años después, con motivo de la represión de la revolución húngara y de la guerra de Suez, los JJOO de Melburne sufrieron un boicot que los propios deportistas arreglaron desfilando juntos en la clausura bajo la bandera Olímpica.

Ese episodio originó el nombre de «Juegos de la Amistad» con el que se conoce aquella edición de 1956. Los nombre que me suenan de entonces son los de Alain Mimoun, oro en la Maratón, Lev Yashine, la Araña Negra, el portero de la selección de la URSS ganadora del oro en fútbol. El nadador Zador, del equipo de waterpolo de Hungría desertó y más tarde entrenó al famoso Mark Spitz. Y los japoneses Ono en barra fija y Sasahara en lucha despertaron mi admiración por la disciplina y el afán de perfección de su país. Cuando se encendió el pebetero de Roma en 1960 para los primeros JJOO con amplia cobertura en televisión, pudimos ver la evoluciones de Ono en la barra y a una antigua paciente de poliomielitis ganando tres oros en atletismo. Wilma Rudolf se forjó con ello el puesto de honor en la leyenda olímpica. El ucraniano Yuri Blasov, en más de 90 kilos, en representación de la Unión Soviética, rompió la imagen de los forzudos levantadores de peso con su aspecto de intelectual con gafas y después de batir tres récords mundiales de halterofilia, fue nombrado mejor deportista de aquellos juegos y considerado el hombre más fuerte del planeta. Pero también asistimos a la muerte por sobredosis de anfetaminas del ciclista danés Enemark. Sin embargo la imagen que perdura de aquella Olimpiada fue, sin duda, la del etíope Abebe Bikila ganando, descalzo, la carrera de Maratón.

Durante la clausura de los juegos de Roma la bandera Olímpica pasó a manos de Japón. Todos los que ya practicábamos judo sabíamos que dentro de 4 años íbamos a poder disfrutar viendo nuestro deporte en Tokio. Lo que no sabíamos era la sorpresa que nos depararía, no solo a nosotros sino a los propios japoneses.