En este país somos tolerantes aunque, eso sí, con ciertos matices. Lo somos en exceso con nosotros mismos, que no hay falta alguna sin explicación que la justifique. Quizás por ello somos tan condescendientes con algunos políticos. Con otros, en cambio, cualquier pecadillo que cometan nos parecerá siempre capital. Algo así le ha ocurrido a Pablo Echenique, al que le han dado buena cañapor un error administrativo que, a su juicio, no debe ser tan grave. Al fin y al cabo, que un trabajador no disponga de contrato ni de protección social -en este caso, su asistente-, es algo habitual en la sociedad española. ¿O no?

Es evidente que adopto cierto tono sarcástico. Lo de estos chicos de Podemos se eleva por encima de la divinidad. Primero fue Errejón, que acabó siendo inhabilitado por su chanchulleo en la Universidad de Málaga. Recuerden cuando amañó su contrato para trabajar desde casa y, dicho sea de paso, saltándose la Ley de Incompatibilidades como le vino en gana. Ahora aparece Echenique, inocente desconocedor de su obligación de cotizar a la Seguridad Social y de establecer un contrato laboral con quien ha estado ofreciéndole sus servicios durante 14 meses. Todo un ejemplo moral, a juicio de su jefe de filas, Pablo Iglesias. Y, sin solución de continuidad, acabamos de enterarnos que la Complutense ha decidido suspender de empleo y sueldo a Juan Carlos Monedero, recordándole también que debe a esa universidad el 10% de los 425.000 euros que cobró de sus servicios al gobierno de Maduro, por medio de una sociedad instrumental creada para este fin. Pequeñas cosas -puede- pero que no parecen habituales para la mayoría de los mortales. ¡Menos mal!

En cualquier caso, no ocurrirá nada especial. En este país perdonamos todos los pecados. Si en su día entendimos que Lola Flores, la Lola de España, no pagara a Hacienda por desconocer esta obligación ¿por qué diablos no vamos a perdonar estas nimiedades de los políticos? Si en algo coincido con las explicaciones que ha ofrecido Echenique, es con su opinión de que todo el mundo sabe que no está haciendo algo bien. No se rasguen las vestiduras, que aquí no hay más santos que de boquilla. En la falta de respeto a las normas y la banalización de su incumplimiento, radica la tolerancia española. Cuando a esa innata anomia del españolito le añadimos el discurso demagógico -excelente Echenique, echando balones fuera-, se incrementa sensiblemente la credibilidad del tramposo. Al número tres de Podemos le ha jodido un sistema social injusto, que él no ha explotado a nadie. Así hay que creerlo. Lo dicho, siempre hay una justificación aceptable.

Echenique ha estado acertado al defenderse con el argumento de los fallos del sistema de dependencia y la economía sumergida. Nada como la distracción para convencer al populacho. Sin embargo, no veo la relación entre una cosa y la otra. Que las ayudas a los dependientes son pírricas, es cierto. Ahora bien, el mozo disponía de un jugoso sueldo -más de 8.000 euros mensuales- que debiera permitirle cumplir sus obligaciones con su empleado y la Seguridad Social. Si prefirió donarlo a su partido, no es culpa del sistema de dependencia sino una decisión personal, un tanto irresponsable. Y dar por natural una economía sumergida cuyo impacto se estima entre el 20 y el 25% del PIB nacional -diez puntos por encima de la media europea-, no es propio de quien debiera defender una redistribución equitativa de la riqueza. Porque, rico o pobre, igual de truhan es quien oculta sus ingresos al fisco.

Con el tiempo se ha hecho evidente que la casta podemita es tan impura como la de los partidos clásicos. Lejos de ser un demérito, esta circunstancia ratifica su proximidad al ciudadano común. Se buscaba gente corriente y, excepción hecha de su tufillo mesiánico, parece evidente que en esto no mienten. Hay que romper una lanza en su favor y reconocer que, en realidad, se trata de una extracción fiel del universo de electores del que proceden. Otra cosa es si debemos esperar que el político sea igual de pícaro que el electorado o, por el contrario, cabe exigirle mayor honradez.

La sociedad española no se aleja mucho de este tipo de comportamientos. Si tuviera posibilidad, más de uno superaría con creces la obra de los Bárcenas, Pujol y compañía. Ejemplo curioso es lo sucedido hace unos días en la playa de Pedregalejo, en Málaga. Imaginen la escena con cierto esfuerzo por no reírse, porque es kafkiana. Un socorrista es avisado de la presencia de un fardo en el mar. Cuando comprueba que se trata de un buen paquete de «hashís», un grupo de bañistas se le abalanza para pillar su parte del botín. Adecuadamente escondidos entre neveras y ropa, la multitud hizo desaparecer cerca de 30 kilos de esta droga. Cómo llegaría a ponerse la cosa que al mozo le aconsejaron -con mayor o menor muestra de cariño- que se largara con viento fresco y dejara vía libre.

Ojo, que no fueron uno ni dos desalmados, sino una avalancha de honrados ciudadanos que andaban tostándose al sol. Nacía una nueva casta, la de los narcobañistas. De nada sirvió la llegada de una veintena de agentes de policía, más allá de recuperar un escuálido decomiso de medio kilito. Imagino a los pobres agentes haciendo la pregunta de rigor, entre sombrilla y sombrilla: ¿disculpe, caballero, no tendrá usted unos paquetitos de hashís escondidos por ahí, verdad? Para llorar.

¿Quieren ejemplos más habituales de la picaresca nacional? Ahí tienen los casi dos millones de inmuebles que Hacienda ha detectado sin estar debidamente inscritos o actualizados en el Catastro. Un fraude de 1.250 millones de euros, generado en su mayoría por viviendas con reformas o modificaciones sustanciales que no están siendo repercutidas en el Impuesto de Bienes Inmueble. ¿Los propietarios de estos inmuebles? Ya pueden suponerlo: ciudadanos corrientes. Los mismos que piden la factura sin IVA o viven inmersos en esa economía sumergida, que no siempre puede justificarse por la necesidad de sobrevivir.

La única diferencia entre el pícaro ciudadano y la nueva casta política es que, estos últimos, prometieron regenerar la vida pública. Una regeneración que acaba convirtiéndose en oda a la hipocresía. Aquí no hay razón alguna para seguir disculpando estos desmanes. Pero seguiremos perdonando. Seguro.