Atención, pregunta. ¿Qué tienen en común en nuestro país la Cabalgata de los Reyes Magos con la ceremonia inaugural de los Juegos Olímpicos de Río? Pues que ambas las comenta en TVE la misma persona, Amat Carceller, el yerno ideal, el marido perfecto, el padre por el que daría hasta su Tablet si hiciese falta cualquier hijo sensato y agradecido. Amat es sinónimo de bonhomía y, como se dice ahora, buen rollo. De su territorio están borradas las palabras maldad, corrupción y no digamos mala leche.
Es la persona perfecta para ayudarnos en la inmersión en ese mágico mundo de colores, el que se produce cada 5 de enero alrededor de la Cibeles de Madrid, o el que tendrá lugar en la noche del 5 de agosto en el Estadio de Maracaná. Sin embargo, como sabe el común de los mortales, no anda el mundo para festejos ni celebraciones. Los acontecimientos se producen a una velocidad tal que ni siquiera hay tiempo de asimilarlos. Entre las noticias que abren los informativos, ola de atentados lo llaman, y lo que va en letra pequeña (desde esos miles de inmigrantes que se lanzan al mar aprovechando la bondad de las temperaturas hasta los «Brexit», la campaña electoral en los Estados Unidos o la lluvia de corruptelas) la verdad es que no parece que tenga demasiado sentido hablar de tregua olímpica, como antaño. Aunque nunca la hubo, en realidad. Analizar el contexto de los Juegos desde primeros del siglo XX da miedo. La crisis por el dopaje es sólo una guinda al desaguisado.
Hace tiempo que llevo diciendo, cuando llegan las Nocheviejas, que bien haríamos en callar un rato y en guardar un elocuente silencio a la altura de las circunstancias. Me llamarán aguafiestas, pero creo que el día a día me va dando la razón. Y lo que nos queda por ver hasta el próximo San Silvestre. Cuánta rabia. Cuánta impotencia. Y cómo se nos va quedando el cuerpo. Hablar de estupor a estas alturas es poco.
