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Partidos: obstáculo o instrumento

Han cambiado el enfoque. Hasta hace poco, algunos aborrecían de la «partidocracia», se exaltaba el poder de las asambleas que se contraponían a la «casta» y en general se confrontaba, peligrosamente según algunos, «la gente» a «la clase política». El argumento de fondo ya había sido puesto sobre el tapete cuando, en 1911, se formuló la «férrea ley de la oligarquía», es decir, se constató que, cuando una organización crece en número de miembros, lo habitual es que desaparezca el entusiasta asamblearismo inicial y las decisiones se tomen cada vez más por sus élites que pueden llegar a anteponer sus intereses personales a los intereses de grupo, partido o sindicato inicialmente asamblearios y finalmente dirigidos por esa élite. Puede suceder incluso que las peleas en la cumbre por «ser Califa en lugar del Califa» entorpezcan visiblemente el logro de los objetivos de la organización. No hace falta ser un compulsivo lector de prensa para percatarse de hasta qué punto estas elecciones han estado dominadas por las peleas dentro de los diversos partidos.

Sin embargo, los partidos son necesarios, digan lo que digan los detractores temporales de la «partidocracia» que dejan de serlo cuando entran a formar parte de ella. Son necesarios para algo tan sencillo como tomar decisiones en sociedades plurales e intentar representar los diferentes intereses y perspectivas que se dan en la misma. Claro que está la institución del referéndum, pero me parece claro que, como tal, resulta imposible sobre asuntos menores, y engorroso si se multiplica sin necesidad. En Suiza los usan con frecuencia (como el reciente sobre la renta básica garantizada y otros temas), pero no puede decirse que se estén usando todos los días y para todas las decisiones posibles.

Los partidos son, pues, necesarios para el funcionamiento de las democracias. En las dictaduras, a lo más, se precisa de partido único, a saber, del que representa la Verdad Absoluta encarnada en el Jefe: «Los jefes nunca se equivocan», que decían los falangistas de antes de la última guerra civil en España. Pero eso no quiere decir que no tengan problemas que los mismos partidos harían bien en afrontar so pena de caer en el mentado sistema de partido único.

Las primarias de estos días en los Estados Unidos son un buen ejemplo de las tensiones internas que dificultan el mejor posicionamiento del propio partido. Trump gana el nombramiento mientras que destacados miembros del Partido Republicano se han horrorizado de la posibilidad de que la cosa salga adelante. Obsérvese que no es el caso del Partido Demócrata, dividido por la existencia de dos candidatos bien diferentes, Clinton, representando al establishment, y Sanders recogiendo el descontento casi en el mismo sentido que Trump pero en dirección opuesta. Cierto que también aquí el «aparato» ha jugado sus cartas en la dirección apropiada y Sanders ha terminado cediendo. Pero el resumen es que la maquinaria del partido, su «férrea ley de la oligarquía», ha dificultado percatarse de dónde estaba el problema y de las perspectivas futuras que abría.

El referéndum sobre el «Brexit» también ha ido acompañado por una guerra interna. Conservadores, laboristas y UKIP. Por un lado, el «aprendiz de brujo» que puso en marcha un proceso que se le volvió en contra y que ha puesto en dificultades su permanencia en el liderazgo del partido, algo así como sucedió en Cataluña con su «proceso», y, por otro, los que aprovechan el caso para un habitual «quítate tú, que me pongo yo». Probablemente el proceso se inició para resolver problemas internos y ha terminado agudizándolos.

El caso español reciente tiene un ejemplo, máximo en mi opinión, en el Partido Socialista, pero puede extenderse a la lucha entre «vieja guardia» y «jóvenes leones» en el Partido Popular con elementos comunes con Izquierda Unida o a la «unidad por encima de todo» en el batiburrillo de Unidos Podemos que ya arrastraba de cuando era Podemos-y-algo-más con tendencias diversas y difícilmente conciliables a no ser bajo un liderazgo carismático o bajo trucos electoreros engañosos. Pero, como digo, el caso extremo ha sido el del PSOE y no es la primera vez que se observa tal cainismo... o tal «férrea ley de la oligarquía»: la lucha por el poder interno ha dificultado el logro de objetivos supuestamente comunes hasta poner en peligro la mera existencia del viejo partido. Las zancadillas internas han sido tan evidentes que hasta sus más encendidos partidarios se dan cuenta de ellas.

Pero, atención: al echar el agua sucia, tengamos cuidado de no echar también al niño.

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