Información

Información

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

José María Asencio

Proceso penal e irregularidades administrativas

Es ya frecuente que muchos procesos penales incoados contra políticos acaben en archivos o absoluciones después de muchos años de tramitación. Una realidad que pone de manifiesto que algo falla y que las exigencias inmediatas de responsabilidad política derivadas de una simple imputación que posteriormente se comprueba carente de base punitiva alguna, no son adecuadas como respuesta frente al fenómeno de la corrupción. Especialmente, porque en muchos casos, esa apreciación puede ser inicialmente comprobada sin especial complejidad, sin necesidad de investigaciones innecesarias y sin afectar a otros valores en juego o permitiendo un uso espurio del proceso, que alcanza sentido en sí mismo y logra los fines ilícitos perseguidos.

El problema no está en el proceso penal tal y como se concibe legalmente, sino en una práctica que lo vulnera por muchas y diversas razones. La concepción de las instituciones procesales que se ha impuesto en la opinión pública alentada por los políticos, tampoco es coherente con su significado legal. Si a ello se suma que nuestro Código Penal está cada vez más repleto de figuras de escasa relevancia criminal y más propias del ordenamiento privado o administrativo, no es extraño que se fomente una conciencia general que ve en el delito la respuesta a toda situación que vulnere la legalidad, aunque sea nimia o constituya una mera irregularidad. Se ha abandonado el recurso a otros órdenes jurisdiccionales y se ha alzado el penal como preferente y casi exclusivo. De ahí los archivos y las absoluciones fundadas en la inexistencia de delito, pues el delito es algo más, mucho más que la afectación a la ética o al orden administrativo.

Nuestra Ley de Enjuiciamiento Criminal no autoriza a incoar un proceso penal sobre la base de meras sospechas de conductas que no aparecen ya inicialmente como hechos punibles, típicos. Ni tampoco a investigar conductas que atentan a la ética, si se puede hablar de ética política, un oxímoron.

No es el proceso penal una mera cobertura de investigaciones prospectivas, de rastreo, que deberían ser policiales y previas, sino un método de determinación de hechos punibles constatados en esa tipicidad desde su inicio. El Tribunal Supremo así se ha manifestado reiteradamente. No se puede instaurar un proceso penal para indagar en hechos meramente administrativos o en sospechas genéricas o indeterminadas.

La imputación, como institución que garantiza el derecho de defensa y que no es equiparable a la condena, ni siquiera moral, ha de ser de un hecho delictivo, con todos los elementos concretados a nivel muy incipiente, pero constatados en su realidad o posibilidad. No se puede imputar por una simple afirmación de que un hecho es irregular desde el punto de vista administrativo, porque esa función compete al orden contencioso administrativo. Para que una irregularidad administrativa sea delictiva debe ser en primer lugar ilícita y, en segundo lugar, dicha ilegalidad ha de ser patente y arbitraria. Un acto administrativo irregular, como es sabido, no siempre comporta su nulidad; mucho menos, por tanto, puede ser considerado como delito.

Muchos en estos días han manifestado su asombro por la sentencia absolutoria de Andrés Llorens considerando que la mera existencia de irregularidades debe dar lugar a la condena de un hecho como delito. Un exceso éste que, de aceptarse daría lugar a que toda nulidad administrativa o procesal fuera delictiva. De ser así y actuarse como demandan algunos sin meditar sus palabras, en la Administración, también en la de Justicia, se cometerían diariamente cientos de delitos, pues las irregularidades, los defectos y errores de procedimiento son algo común. Y la ley ni siquiera los considera nulos.

Una cosa es el Derecho Administrativo y otra, el Penal. Acudir al Ministerio Fiscal a denunciar como delito simples infracciones administrativas, expresa desconocimiento del derecho y de una cierta conciencia inquisitiva y represiva que ve en el Código Penal la respuesta a cualquier conflicto. Pero, incoar un proceso en estas condiciones de ausencia de elementos suficientes desde el comienzo, que se puede constatar mediante la simple aplicación de la ley, imputar un hecho que no es punible como tal, abrir una investigación indeterminada y sostener una acusación por el Ministerio Público, exige de más atención y supeditación a la Ley de Enjuiciamiento Criminal, que no autoriza este tipo de conductas prospectivas y que cuenta con instrumentos suficientes para impedir, mediante el rechazo ad limine de peticiones infundadas, lo que hoy sucede y evitar que el mismo poder judicial vulnere la división de poderes. Como sostiene un gran procesalista, el proceso justifica la investigación cuando se evidencian sus requisitos, no al revés. No puede el proceso servir de cobertura a lo que carece de fundamento penal suficiente, que tiene su sede en el ámbito policial y, en su día, en una instrucción dirigida por el Ministerio Fiscal.

En estas condiciones, parece posible pensar que, por unas causas u otras, no es la condena o absolución lo que se pretende con un proceso, sino el proceso en sí mismo, su apertura y mantenimiento, así como los efectos que produce. Cuando la condena es inmediata, qué importancia tiene la sentencia. Bastaría con aplicar la ley para evitar estas disfunciones graves del sistema democrático.

Lo último en INF+

Compartir el artículo

stats