Tomo prestada una frase de Joseba Achotegui, que en un breve artículo publicado esta semana se refiere al hecho bien conocido de que la política española, de un tiempo a esta parte, ha dejado de ser aburrida, previsible y convencional, para convertirse en el lugar donde los actores políticos son valorados por su capacidad para provocar emociones.

Con el inestimable soporte de las redes sociales -con la extraordinaria función divulgadora y comunicativa que es justo reconocerles- el actor de la vida política se viene arriba sólo a condición de expresar sus pulsiones más íntimas, de transmitirlas a un público al parecer ávido de experiencias sensoriales o, incluso, extrasensoriales.

Para Achotegui, tal oleada emocional es la responsable de haber despertado en el público la más atávica, tal vez, de todas las emociones, que es el miedo. De manera que, con gran sagacidad, señala que el miedo, que es una reacción natural (pre-política) ante lo que intuitivamente se percibe como un peligro, no entiende de derechas ni de izquierdas, de arriba o abajo, no es un cálculo pues, ni merece reproche moral alguno. Es simplemente una emoción. Estoy de acuerdo. Me permito, pues, añadir este giro de psicología cognitiva de andar por casa a otros análisis más sesudos sobre el resultado de las recientes elecciones.

Siguiendo la vía psicologista, despreciada habitualmente si bien exageradamente exaltada hoy en día, se podría decir que las redes sociales, así como algunos platós de televisión, sirven de válvula de escape (y en este sentido alivian las tensiones, léase a Roudinesko) a sentimientos que antes estaban reprimidos, aunque a través de ellas se cuele todo lo que de insoportable emana de la naturaleza humana, como el extremo narcicismo, el odio y la venganza cobardes, la difamación y los ataques a la dignidad de las personas que rayan, si no traspasan, masivamente, las líneas rojas del delito.

Cabe también recordar que el énfasis en la emotividad es una lección bien aprendida y puesta en práctica, desde hace muchos años, como el resorte que estimula la sociedad de consumo, donde los productos que se venden tienen que venir envueltos en un halo de prestigio emocional, para mejor conectar con los deseos, a veces inconscientes, de sus destinatarios. De manera que la política, con cierto retraso, tanto da si los actores en cuestión son viejos o nuevos, han encontrado en el éxito de la cultura del efectismo emocional del mercado y de las empresas, un elemento inspirador.

Pero bromas aparte, hay que decir que la política, al menos en la tradición occidental, sin llegar a ser una ciencia, es el intento de superar las emociones, de trascenderlas mediante la deliberación y la aplicación de criterios racionales. De hecho eso es lo que permite hablar de albedrío; porque si las emociones, para las que estamos programados instintivamente, y mediante las cuales reaccionamos automáticamente, rigiera sin más la vida colectiva, no habría lugar para la libre elección.

No seré yo quien niegue la importancia de la parte emocional en la política, la cual se asienta, en sus estratos más profundos, sobre un mar de emociones. Qué decir de la importancia del discurso vibrante, del carisma del líder, del magnetismo de los gestos, de la empatía, del impresionante simbolismo que siempre rodeó y rodea al poder. Pero si la política perdiera su condición racional y su capacidad de explicar sus conexiones con la realidad, nos abocaría a un mundo incontrolable, en el que todo valdría, incluso las más siniestras pesadillas.