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Juan R. Gil

Y todo a media luz

ranscurrido poco más de un año desde que el 30 de junio de 2015 tomara posesión, el Consell de Puig y Oltra aún destella luz. Pero las sombras resultan cada vez más amenazantes.

Después de dos décadas de dictablanda del PP, la izquierda llegó al poder hace doce meses y unos cuantos días en una situación de extrema precariedad. Precariedad en los mimbres con los que había que tejer el cesto del nuevo gobierno, obligado por los resultados electorales a conformarse con socios que venían de competir ferozmente entre sí -socialistas y Compromís- y dependiendo del voto de un tercero que en aquellos momentos, tras los comicios de mayo de 2015, aún no sabía si quería integrarse en el sistema o seguir manoseándolo, digo de Podemos. Pero también precariedad de la propia sociedad valenciana, agobiada por la crisis y los escándalos que marcaron las últimas dos legislaturas de mandato de los populares. En medio de ese escenario, no fueron pocos los que pronosticaron que el gobierno de izquierdas se desharía en luchas intestinas antes incluso de echar a andar.

Se equivocaron. No sólo no fue así, sino que a lo largo de este primer año el nuevo Consell bipartito ha mostrado una estabilidad incluso mayor de la que en algunos momentos tuvieron los gobiernos monocolor del PP -donde todo el mundo espiaba a todo el mundo, utilizando incluso funcionarios para ello-, mientras que Podemos, para lo que amagaba con ser, ha mostrado un perfil bajo -no se sabe si por estrategia o por incapacidad para otra cosa- que ha evitado perrerías parlamentarias. Es evidente que en ello ha tenido que ver el talante dialogante y tolerante del president, Ximo Puig, pero también la inteligencia política de la vicepresidenta, Mónica Oltra, consciente de que, en una situación en la que o la izquierda se entendía o la derecha seguía gobernando, quien rompiera el primer plato pagaría la vajilla entera. Y han sido piezas claves también dos consellers, uno por cada lado: Vicent Soler y Manuel Alcaraz, especialmente el segundo.

La lealtad entre los cuatro -algo de lo que era razonable dudar hace un año a la vista de cómo de convulsas habían sido las negociaciones para firmar el Pacte del Botànic mediante el que se alcanzó ese acuerdo de gobierno entre el PSPV y Compromís con el apoyo medido de Podemos en las Corts- ha sido decisiva para que el Consell ofreciera la necesaria imagen de solidez. Y los grandes epígrafes que conformaron el relato político del nuevo Ejecutivo -regenerar la vida política, recuperar la imagen y la autoestima, atender las emergencias sociales producto de la crisis, el despilfarro y los recortes, pelear por una financiación justa y coser una comunidad desvertebrada-, por inapelables, permitieron también avanzar sin grandes disensiones, ni internas ni externas. Pero consumido ya el primer año de mandato las señales de agotamiento tanto del esquema de funcionamiento como del discurso empiezan a ser alarmantes. Doce meses después, se trata de pasar de los principios a la acción. Y ahí hay problemas notables.

El mestizaje al que los socios de gobierno se obligaron y nos obligaron, por el cual los altos cargos de cada conselleria debían repartirse entre los dos partidos, ha lastrado la gestión de todos los departamentos en general. El propósito era bueno -que cada partido no hiciera de sus consellerias reinos de taifas, como ocurre por ejemplo en el ayuntamiento de Alicante, donde no hay un gobierno sino tres-, pero el resultado ha sido el de conformar equipos en los que, en el mejor de los casos, buena parte de las energías se han gastado no en servir a los ciudadanos sino en crear de la nada los necesarios lazos de confianza entre los gestores. Demasiado tiempo perdido.

Con todo, esa no ha sido la mayor disfunción. El verdadero lastre de este gobierno ya empezó a mostrarse apenas cumplidos sus primeros cien días y desde entonces la situación, lejos de mejorar, ha empeorado. Me refiero a la falta de encaje en el equipo o el criticable funcionamiento de algunas de las principales consellerias. Economía tiene al frente a un buen hombre superado por una responsabilidad para la que no está preparado. En una situación de recesión como la que vivimos, es un departamento del que lo que más sobresale son sus continuos vaivenes en cuestiones como la ordenación comercial, al tiempo que no es capaz de poner en marcha medidas efectivas de empleo o política industrial. Y Educación, la otra cartera con un nacionalista al frente, está sembrando de minas el camino de la Generalitat agitando un cóctel, mezcla de irracionalidad e ineficacia, que les estallará a Puig y Oltra más pronto que tarde. Rafael Climent y Vicent Marzà son dos consellers muy marcados por su origen político, pero por el lado socialista también hay otras dos figuras convertidas en outsiders: la consellera de Sanidad, Carmen Montón, que no goza de la confianza de su presidente, y la de Justicia, Gabriela Bravo, siempre a punto de irse. Cuatro casos distintos pero que obligan a plantearse una cuestión más de fondo: la del cada vez más confuso perfil político de este Consell. Porque, vamos a ver, los socialistas, ¿qué son más, del PSOE o del PSPV? Y Compromís, ¿es Iniciativa o es Bloc?

No son preguntas retóricas. Poco a poco, la falta de una respuesta clara a ellas está minando la acción de gobierno. Y en una comunidad como la valenciana, cargar el acento en las cuestiones identitarias puede llevar a los progresistas a perder el poder antes de empezar a saber lo que es disfrutarlo. Por si faltara algo, las elecciones del pasado 26J, con la victoria del PP, el agravamiento de la anorexia socialista o el fracaso respecto a sus expectativas de alianzas como la de Compromís y Podemos ha envalentonado a la derecha y sumido en un mayor desconcierto a la izquierda, algunos de cuyos representantes pretenden ahora recolocarse a la carrera. Porque si se analiza en términos de interés ciudadano, que es como hay que verlo, y no de cálculo partidista, resulta inaudito que Podemos pretenda en estos momentos entrar en un gobierno, desequilibrándolo, con el que fue tan rácano que ni siquiera le dio todos sus votos en el Parlamento hace apenas un año. Si el líder (?) de Podemos, Antonio Montiel, accediera a una conselleria, ¿qué habría que hacer en las Corts? ¿Tendría que someterse a una moción de confianza Puig para que los cinco parlamentarios de Podemos que no le votaron hace un año, entre ellos Montiel, le manifiesten ahora su respaldo y todo ello mientras, por su parte, Mónica Oltra y Pablo Iglesias van dándose navajazos por cada esquina de Madrid? ¿Pero qué lío es éste?

Puig es consciente de que empieza a haber demasiado ruido en torno al Consell, aunque tiene la suerte todavía de que la lideresa del PP, Isabel Bonig, prefiere el postureo a la inteligencia a la hora de acosarle. El jefe del Consell se acaba de llevar a su gobierno a Torrevieja para hacer balance y cargar pilas, pero lo que ha emergido de ese retiro, más que un impulso, son síntomas de parálisis inquietantes. Quizá por eso, sólo una semana después de esas jornadas de convivencia el president se sacó de la manga en Orihuela que la Generalitat declarará 2017 «año de Miguel Hernández». Lo mismo recordó aquellos versos del poeta que decían: «Es posible que no haya nacido todavía, o que haya muerto siempre. La sombra me gobierna». A tiempo está de despejarla.

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