Otto Hauser, deslumbrado desde niño por las noticias de los fósiles humanos, pronto se propuso dedicarse a la Paleología. No recibió la formación académica que le habría abierto las puertas de los foros especializados, pero su perseverancia y su instinto para detectar falsificaciones despertará finalmente la admiración de los expertos. Dedicó a las excavaciones la fortuna familiar, y su trabajo fue recompensado con el éxito: descubre en 1909 el esqueleto de un hombre anterior a los neandertales más antiguos entonces conocidos: el Homo Musteriensis. Y un año más tarde, nuevos restos, intermedios entre Neandertal y Cromañón: el Homo Aurignaciensis. Cuando su fortuna se haya agotado, Otto se verá forzado a aceptar la oferta del Museo de Etnología de Berlín, al que venderá ambos ejemplares. Desde entonces, Hauser se desplaza periódicamente a la capital alemana, compra en Postdamer Platze un gran ramo de flores y se dirige al Museo de Etnología. Se acerca a los ataúdes de vidrio en que reposan los dos esqueletos, coloca sobre ellos el ramo de flores y permanece unos minutos sentado en silencio ante ellos, como si les dedicase una breve oración.

La muerte en la plaza de Víctor Barrio, a quien tanta gente de bien llora, y que ha estremecida a España entera, dio pie a que algunos amantes de los animales manifiesten un odio feroz de tal calado que todavía nos cuesta aceptar que algo así haya nacido y se haya alimentado a nuestra sombra. Avergüenza aceptar que incluso reconocidos defensores de la vida animal, ante el compromiso de manifestarse públicamente, no hayan sido capaces de decir claramente: «¡No! No hay vida animal que se cotice a este precio».

Parece que bajo la bandera del amor a los animales debe aceptarse cualquier cosa. El amor, que desde el alba de nuestra civilización se ha venido representando con los ojos tapados, y que, sin embargo, la experiencia de todos nosotros indica que es más bien luz que oscuridad. Una luz que descubre facetas ocultas para quien no ama, y que transforma toda la realidad, igual que la luz del sol transforma el paisaje, llenando de formas y colores lo que durante la noche era sólo una mezcla confusa de negros y grises. Por eso tiene también algo que ver con el descubrimiento de la realidad, porque para llegar a conocerla es necesario un acercamiento amoroso, una actitud entregada, abierta y acogedora.

La dificultad surge cuando ese acercamiento no se produce de la mano del amor, sino de la ideología pura, sin mezcla, sin amor. Ideología pura, o sea, pura irrealidad. Porque la ideología se forja de espaldas a la realidad, «porque sí», por decisión de la voluntad soberana, absoluta en su sentido etimológico: sin amarre alguno a nada. Es la negación misma de la realidad.

La vida humana es el valor radical en el cual encontramos todos los demás. Todos: el valor económico, el cultural, el artístico... ¡todos! Porque todos están referidos a la vida humana: o valen ahí, o no tienen valor alguno. No sólo valores materiales, operativos, sino valores trascendentes: el bien, la verdad, o la belleza. Valores que pueden no ser evidentes, y que en muchas ocasiones han requerido tiempo para que la humanidad, que también progresa moralmente, llegase a alcanzar la sensibilidad necesaria.

La vida animal es uno de esos bienes. Sólo tenemos que compararla con su antítesis. Pero su antítesis no es la vida humana, sino el animal muerto, el cadáver. La vida humana, al contrario, es el fondo sobre el que se proyecta, la condición de su valor. No es simplemente un valor mayor que la vida animal, como un viaje interplanetario no es simplemente mayor que un viaje en avión: la vida humana pertenece a otro orden de realidad, algo completamente distinto, definitivamente incomparable. Que podemos creer que tienen alguna relación, pero es solamente porque damos a las dos el mismo nombre.

En la ideología, acabamos de verlo, no se trata de amor, sino de otra cosa. Que, como en el caso de la vida, puede llevar el mismo nombre. No nos dejemos confundir: referido a los animales, «amor» no tiene su sentido directo sino otro metonímico, traslaticio. Por eso es posible que algunas personas sólo consigan amar a los animales a costa de la vida humana.

El mejor antídoto contra la ideología es vivir con los ojos abiertos, atender a la realidad. Y nos urge hacerlo: acabamos de asistir a las consecuencias de olvidarla. Hoy, cien años después, Otto Hauser nos enseña lo que significa la vida humana, y la reverencia que le es debida: en aquellos esqueletos veía él los restos de hombres que en las nieblas de la Prehistoria fueron nuestros antepasados, y les rendía el tributo correspondiente.