No es habitual que la organización de un festival de cine distinga la labor combatiente a oscuras de un espectador (discreta en la mayoría de casos, impetuosa sólo a veces en el fragor a la salida de la sala), aunque los programadores centren sus esfuerzos en satisfacerlo en su posición estratégica e intelectual ante la pantalla, a pesar de que recompensar en su palmarés la marca estética de un cineasta no signifique otra cosa que el reconocimiento de su voluntad ética, resultado ésta también de la confrontación crítica con las imágenes que le hayan desafiado para formarse artísticamente. Cuestionar las ideas recibidas no es sólo parte de la creación, claro; cuando entra en juego la transmisión a otros espectadores, el espectador se profesionaliza, se convierte en un crítico de cine, lo que lo sitúa en un lugar conflictivo dentro de la industria audiovisual, lo que no suele llamar la atención de los gestores culturales.

Sin embargo, es habitual que los críticos, de tanto en tanto, formen parte de la configuración de los jurados de calificación de los festivales de cine; por descontado, son consubstanciales a sus procesos de selección del material a concurso. Así ha sido siempre en el que nos concierne ahora, el Festival Internacional de Cine Independiente de Elche, que ha recurrido, a lo largo de sus casi 40 años, en diversas ocasiones a un crítico al que hoy, por sus múltiples facetas, premia, Vicente Molina Foix. El Festival ha crecido y lo han hecho a su vez muchos de los directores, actores y técnicos que trajeron aquí sus películas modestas y que han acabado, si la suerte les ha sido favorable, plenamente integrados en el centro del cine.

Ahí radicaba la apuesta de futuro a la que se refería Molina Foix cuando, como miembro del jurado que presidió Berlanga en 1988, destacó de este Festival que se hubiera interesado, desde sus inicios, por la marginalidad cinematográfica. Para entonces el Festival era una criatura a la que el Cineclub Luis Buñuel, que lo había gestado 10 años antes, dejaba levantar el vuelo bajo la comandancia de la recién denominada Caja de Ahorros del Mediterráneo hacia cotas que le reportarían un trayecto placentero, alejándose de los márgenes por los que el mismo Molina Foix transitara en su juventud a través de la asistencia al director Jesús Franco o de los cortos que, con guión suyo, dirigió su amigo Augusto M. Torres, que lo llegaría a definir no tanto como un director maldito sino como un cineasta tardío, «lo que es una especie de la otra cara de la misma moneda», que comparte según ese autor, con la otra homenajeada, la directora Cecilia Bartolomé.

Para entonces Molina Foix era reconocido, y así, como escritor, como dramaturgo, como poeta, me lo definiría por primera vez la «tieta» en el apartamento de veraneo, del que su familia era vecina de la mía en la playa de San Juan, un joven, el hijo de la señora Rosa (a la que la «iaia» ponía a todo volumen el Misteri que el día 13 de agosto aún retransmite Radio Elche), que incluso había dado clases en Oxford, y con el que yo, apenas un niño, había subido un día en el ascensor, coincidencia aprovechada por los mayores para presentarlo ante mí como consecución de lo que, mediante el estudio, se podía alcanzar, entre lo que me llamó la atención que le hubiera permitido escribir en algo que se llamaba «Fotogramas». A pesar de mi corta edad sabía ponerle maneras a todas aquellas dedicaciones a excepción de la actividad del crítico de cine, sin sospechar, desde luego, que caería en ella algunos años después, cuando empecé a comprar la revista a escondidas para que las distracciones cinéfilas no levantaran recelos maternales sobre mi concentración escolar.

Así, convertido en referencia, mucho antes de contar con su amistad, era inevitable empezar a leer el «Fotogramas» por el texto de Molina Foix que abría el corpus crítico de la revista, aficionándome quizá desde su análisis de «Tacones lejanos», a partir de la que no dejó de confortarme (junto con el desaparecido Ángel Fernández-Santos en «El País», luego ambos en «Cinemanía») ante la sacudida del temblor cinematográfico allí donde todo puede suceder, hasta que conseguí cierta autonomía crítica. Sigo leyéndolo, compartiendo (opino como él que «El olivo», que vimos el pasado sábado en el Hort del Xocolater, es una película que requiere que sus personajes se expresen en el valenciano usual del Maestrat donde se rodó) o discrepando (no creo que «Kiki, el amor se hace» sea sólo una puesta al día del modelo más soez de nuestra historia cinematográfica, el destape), y en cualquier caso haciendo valer la condición de espectador que recibe la opinión de otro espectador, en un momento en el que los medios de comunicación consideran el cine un asunto publicitario y no consumo cultural, lo que hace merecida su Palmera de Plata en esta edición de un Festival que se enfrenta a uno de sus mayores retos, prestar (o no) su identidad genuina.