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Antonio Sempere

En pocas palabras

Antonio Sempere

Una ciudad hostil

Puede que desde dentro no lo percibamos, pero sin prisa pero sin pausa Alicante se ha convertido en una ciudad hostil. Y me explico. Cuando vienen gentes de otras latitudes, generalmente del norte, tan fieles a la Costa Blanca, nos lo recuerdan. También los más cercanos que pasan temporadas entre nosotros. O los que llevan tiempo instalados pero nos advierten que en cuanto puedan se marcharán porque no se sienten a gusto.

Alicante no es el lugar más adecuado para la socialización. Alicante es un lugar donde la campechanía y la cordialidad brillan por su ausencia. El alicantino va a la suya. Es cerrado. No se abre. No hace ningún esfuerzo por acoger. De manera que los que van llegando, por inercia, mimetizan este comportamiento. Hoy sí; mañana ya veremos.

Alicante es un lugar donde cada cual va a lo suyo. Donde nadie conoce a nadie. Una ciudad donde es posible que no te saluden ni siquiera tus vecinos de escalera. Donde es remota la probabilidad de que te llamen por tu nombre en tu farmacia de cabecera, así lleves ocho años frecuentándola. Donde puedes escuchar el impersonal «qué desea, caballero» en la que es panadería de tu esquina durante la última década. Donde resulta harto complicado mantener relaciones mínimamente sólidas.

La desaparecida edición alicantina impresa del diario gratuito 20 minutos, en las que fueron sus últimas navidades, tituló en portada que más de 150.000 alicantinos de la capital pasarían la Nochebuena fuera de la ciudad. En sus pueblos y lugares de origen. De esto puede hacer casi una década, pero la cifra fue suficientemente reveladora. A partir de ahí, caben todas las consecuencias que podamos imaginar.

Entre todos la matamos y ella sola se murió. Alicante es una ciudad impersonal, compuesta por barrios impersonales. A modo de conurbación que brotó a salto de mata, con dos de cada tres de sus residentes oriundos de otras latitudes, y sin apenas elementos vertebradores que la sustenten, los resultados en el día a día saltan a la vista. ¿Es preciso hablar de su equipo de fútbol emblemático, de la deuda que acumula, de la categoría en la que milita y de su relevancia? ¿De la romería del asfalto convertida en macrobotellón? ¿O de les Fogueres, que adoptan una lengua oficial en barracas, llibrets, actos oficiales, que ni siquiera es la lengua materna de sus máximos representantes, de las belleas y el presidente de la Federación hasta el alcalde y concejal de Fiestas? Una lengua, en este caso, que trata de imponer pedigrí allá donde apenas existen tradiciones a las que agarrarse.

No estaría de más, ahora que tanto hablamos de ciudades para las personas, que tratásemos de reflexionar al respecto. De que mirásemos hacia nuestros adentros y recapacitásemos. De bien poco servirá que nuestros políticos hablen de cambio si no somos conscientes de que somos los ciudadanos quienes deberíamos cambiar el chip. En ocasiones conviene atajar lo urgente antes que lo importante. Alicante tiene numerosas asignaturas pendientes. Imprescindibles. Los políticos estarán en ello. Pero no sería mal objetivo individual que todos nos pusiésemos como objetivo poner nuestro granito de arena para que dejase de ser una ciudad hostil, para que fuese más habitable. Por el bien de todos. Empeñarnos en esbozar sonrisas en esas caras enojadas no sería un mal comienzo.

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