En verano, en teoría, tenemos más tiempo libre. Una de las posibilidades -la menos creativa de todas- es el dolce far niente, el dulce no hacer nada, dejarse llevar por la vagancia y acunarse en sus brazos. La otra, más productiva, junto al mar o en el secano, en la montaña o en el desierto -en los barcos o en los aviones no, que saben que los odio mortalmente-. Una posibilidad productiva y enriquecedora es la lectura. Los libros nos hacen viajar, nos dan ideas, nos hacen vivir mil vidas que hacemos nuestras sin movernos del sillón, siempre que estén bien escritos. Nos hacen amar, odiar, matar y crear desde la nada, desde algo tan etéreo como la palabra -bien escrita-, unos caracteres puestos negro sobre blanco.

No siempre vamos a leer éxitos de ventas. No siempre vamos a estar con el último pelotazo del grupo editorial dominante.

Me preguntaba el otro día una persona, a la vez que me regalaba el oído -qué bien escribes, decía mintiendo y haciendo de bálsamo para un narcisismo imposible, que no hay nada más imbécil que un abuelo presumiendo de ojos verdes-, me preguntaba, insisto: ¿Qué tengo qué hacer para escribir bien? Lo primero es leer mucho, leerlo todo. Leer de día y de noche, en la cama o en el sofá, a solas o en compañía, leer. Nadie, absolutamente nadie que no lea, puede escribir ni medianamente bien.

En la calima veraniega, olvidado de Dios y de los hombres, como un Diógenes alicantino que ha cambiado el candil y la estatua por un olivo centenario, me dedico en mi jardincillo minúsculo a releer clásicos.

Incluso -recuerden que Groucho Marx cambiaba toda su fama y su dinero por una buena erección a tiempo- he llegado a tener dos amagos de orgasmo con Las travesuras de la niña mala de don Mario. No Conde, como diría aquel antiguo director cesado de Meco, sino don Mario Vargas Llosa. Las travesuras de la niña mala es, sin ningún género de dudas y para mí, la mejor obra del Nobel a la que, por ejemplo, los Cuadernos de Don Rigobert o Pantaleón y las visitadoras -para guarniciones, puestos de frontera y afines-, ni se le acercan.

Resumamos, que ya saben la máxima que jamás he traicionado: está prohibidísimo destripar una novela.

Hay dos protagonistas fundamentales, ambos peruanos como el autor, aunque la novela tiene lugar esencialmente en «el país de la claridad cartesiana», Francia.

Lily, la chilenita, luego la camarada Arlette -una comunista revolucionaria-, luego madame Arnoux, luego Mrss. Richardson y luego mil más, es una mujer inclasificable. Dueña de una pseudología fantástica irrefrenable, de un magnetismo imposible de evitar, hace caer en sus redes a Ricardo Somocurcio -Ricardito, así, en diminutivo, para dejar clara la dependencia, la esclavitud que padece en relación con la niña mala que da nombre a la novela con sus travesuras- A Ricardito y a quien se le ponga por delante.

Ricardito es un peruano que sale del Perú natal y aterriza en París. Encuentra trabajo como traductor de la Unesco y ve tranquilizada -económicamente- su existencia, con los sesenta mil dólares, un fortunón para la época, recibidos en herencia de su tía Alberta, una solterona con un único sobrino al que dejarle todo.

Ricardito no tiene vida. Colgado irremediablemente de Lily, de la camarada Arlette, de madame Arnoux, Richardson o como sea en cada momento, soporta sus cuernos, sus caprichos, sus infidelidades reiteradas y multitudinarias, su matrimonio con un «calvito bizco, con bigotito de mosca y anteojos de espesos cristales», cuya única cualidad era la posición que a Lily o a la camarada Arlette le faltaba, el colocarla en el seno de una intensa vida social de cócteles, cenas, recepciones donde podía codearse con el tout Paris. Un marido cornudo permanente que alimentara sus delirios de grandeza, su esnobismo, su mundo deslumbrante de frivolidad. Un marido cornudo y otro, y otro más.

Ricardito está atrapado en una relación tormentosa y tóxica, descuadrado, inerte, incapaz de reaccionar y a merced de los caprichos de una auténtica tirana, una devorahombres que con sus habilidades sociales, su hacer que te sientas el más importante del universo cuando está cerca de ti y te mira, esclaviza y hace un pelele, al hombre que tiene enfrente incapacitado para soltarse del veneno que ella supone. Enamorado como un becerro y babeante con la gracia más tonta, ante la ocurrencia más patosa, ante la trastada más infame que soporta con el estoicismo de un autista para quien no existe otra realidad que la Lily o Arlette, lacerante. Ricardito es una marioneta. Ella lo mueve al compás de cada capricho, de sus travesuras de niña mala que, más que travesuras inconsistentes, son auténticas putadas, un potro de tortura.

Ricardito: si solo te tuviera como amante a ti, andaría como una pordiosera -le susurró al oído para acabarlo de matar-. Solo me quedaría para siempre con un hombre que fuera muy, muy rico. El dinero es la única felicidad que se puede tocar -le dice-. Empecinado, Ricardito, ni muerto aprende.