Desde la Edad Antigua en Roma hasta la actual Turquía los golpes de Estado han sido y son parte de los procesos en los que se ha desarrollado nuestra historia. Son un ataque directo al gobierno y al conjunto de la sociedad y tienen unas consecuencias comunes, a saber: violencia, purgas, guerras, persecuciones, represiones, miseria, hambre... De eso sabemos o deberíamos saber mucho en Europa y en España. Pero lo cierto es que no, que no sabemos o no queremos saber.

Sobre el golpe de Estado franquista contra el Gobierno legítimo de la República se ha escrito mucho. Se han escrito estudios históricos rigurosos que arrojan conocimiento y saber. Pero también se ha escrito, si me lo permiten, mucha bazofia por parte de aquellos que se pretendían historiadores o periodistas, pero que, nada más lejos de la realidad, sólo son voceros de un régimen dictatorial que se nos impuso a los españoles por la fuerza de las armas y del que, nos venden que era «necesario» y en el que «tampoco se vivía tan mal». Se les olvida añadir que así lo era para quienes salieron victoriosos de esa guerra en la que tanta gente pereció y sufrió. Para aquellos que impusieron y se beneficiaron de la represión y, para quienes, el reconocimiento de su «hazaña» fue vanagloriado en el discurso oficial imperante, haciéndolos prevalecer en nuestra memoria, aplastando así, la memoria, el recuerdo y la voz de quienes padecieron lo peor.

Especialmente, estos días tan convulsos para Europa son los que me llevan a recordar la situación de nuestro país hace 80 años. Entonces, como ahora, España era para el resto del continente un Estado marginal en el que poco reparaban las grandes potencias. Fue el 18 de julio de 1936, cuando Franco perpetró su ataque a la democracia y se desató la Guerra Civil, el momento en que el resto de potencias europeas reparó en nosotros. Lástima que, en ese momento, poco o nada nos ayudaron a saldar el conflicto por el buen camino. Más bien fuimos el experimento de nuevas formas de combate que luego otros países aplicaron en otras luchas. Los Estados europeos no resolvieron los conflictos de los años 30 y 40 por la vía pacífica. El ser humano no aprendió en aquel momento y parece que no aprende tampoco en este.

A los españoles, esa falta de aprendizaje nos la ha dejado el olvido. El olvido en el que se sumió por la fuerza a las víctimas. Y que la Transición no supo desterrar. Le faltó, a este proceso, recuperar la memoria de un pueblo castigado. Fue, no digo que no, un proceso necesario impulsado por la sociedad, que nos condujo a la democracia y que nos dotó de los derechos y las libertades que un pueblo necesita para vivir con dignidad. Pero el relato que de él se hace, a menudo, embellecido y casi milagroso en la reconciliación de las partes, es eso, un relato. La realidad siempre tiene más sombras que luces y, en este caso, de nuevo, el olvido, lo ensombreció bastante.

Hace diez años, una ley aprobada por el ejecutivo del presidente Zapatero puso en este proceso un rayo de luz. La luz de la memoria. Una memoria de todos y para todos. Porque es el recuerdo y la recuperación de la memoria, conscientemente perdida, la que nos conducirá por el camino de la reconciliación real. Del saber real. Es la que hará que conozcamos de verdad nuestra historia y nos dignificará como pueblo. Es la que puede hacer que de verdad aprendamos y no volvamos a caer en los mismos errores en los que el ser humano no deja de caer a menudo. Por ello, al escuchar estos días la posibilidad de llevar a cabo una reforma que profundice más en la actual Ley de Recuperación de Memoria Histórica, me he atrevido a pensar que, dentro del clima de pesimismo histérico en el que nos hemos colocado, todavía hay espacio para las noticias conciliadoras y ésta es una de ellas.