Es un hecho cierto que nacionalismos/populismos de diverso tipo resurgen, bajo una nueva cara, en esta Europa de la globalización que se introduce a trompicones en territorios ignotos. Tal vez valga la pena detenernos un momento en la problemática que el fenómeno implica.

La Europa moderna, reinventada a partir de las revoluciones liberales, dio lugar a dos tipos fundamentales de nacionalismos. El primero es el nacionalismo cívico que surgió y se modeló en la Revolución francesa, y que tenía como núcleo central el concepto de ciudadanía. La Nación y el nacionalismo se entendían, en este contexto, como la expresión, momento a momento (la Nación, decía E. Renan, es «el plebiscito cotidiano de vida en común»), de un proyecto político cimentado en los derechos ciudadanos en la igualdad de éstos ante la ley, sin discriminaciones por razón de raza, nacimiento, lengua o condición social. Es decir, se trataba de un concepto de nacionalidad libremente consentida por los individuos/ciudadanos a partir del cual es posible compatibilizar el proyecto personal de cada cual con las leyes de la república: un nacionalismo racional, burgués y, por así decirlo, progresista (con la que identificaron desde A. de Tocqueville y K. Marx, hasta J. Habermas)

El segundo tipo fue el nacionalismo conservador que se desarrolló en Alemania, impulsado por culturalistas como Fichte o Herder, y que a diferencia del nacionalismo representado por Francia -la patria de todos los perseguidos y exiliados de la que hablaba F. Michelet- subrayaba los vínculos étnicos y culturales, lo que llamaban la «superioridad de las concretas formas de vida de los pueblos», valiosas en sí mismas al poseer algo de único e inimitable. Lo relevante de este planteamiento no eran los derechos de ciudadanía de los individuos concretos, sino una cultura de la identidad, y por tanto, la prioridad de la lealtad a la gran familia nacional, a lo que une y da sentido a sus vidas: al «genus» u origen, las costumbres, el parentesco, la lengua, los ritos y las mitologías.

Estas dos visiones del nacionalismo, lejos de haberse agotado a lo largo de los siglos XIX y XX (en que el nacionalismo étnico alcanzó niveles de locura colectiva) siguen vivas, aunque la primera está en franco retroceso, mientras que la segunda reverdece y se mezcla con otros fenómenos, motivaciones e intereses, en plena era de la globalización. En España, por ejemplo, la variante cívica, burguesa y «civilizada» era la vía catalana, mientras que la étnica/cultural era más bien la propia del nacionalismo vasco. Pero incluso estas coordenadas han cambiado.

Si dirigimos la mirada a lo que está sucediendo en Europa, una entidad que se construye, como sus propios textos fundacionales proclaman, desde premisas cívicas, comprobaremos las consecuencias que trae consigo su fracaso. Porque en la medida en que la UE sea incapaz de sostener un proyecto de ciudadanía inclusiva sin discriminaciones (ya que con desigualdad no hay ciudadanía) así como para ofrecer un proyecto que dé respuesta a los retos que se le plantean, que son muchos, hay que esperar, como de hecho sucede, que proliferen discursos encendidos que buscan refugio en el nicho regresivo de la cueva y de la tribu. El temor al terrorismo, al futuro, a la incertidumbre, se une al discurso populista de la apelación a los desesperados, a medio camino de la religión (porque el nacionalismo es, en algunos aspectos, un sustitutivo de la religión, con la que está emparentado) y de la magia, inclinado claramente del lado de ese nacionalismo étnico y cultural al que me refería.

De manera que la pelota está en el tejado de la UE. Si la UE fracasa -y muchas son las probabilidades de que así sea- en crear un marco cuya integración se desenvuelva por la vía de la ciudadanía inclusiva, renunciando a su proyecto civilizatorio, no estrictamente burgués, lo que nos espera es la disolución del proyecto europeo y la vuelta a la tribu. Por eso no se comprende cómo las fuerzas que se llaman progresistas pierden el norte y caen en la trampa de alentar, para favorecer cálculos electorales populistas, proyectos disgregadores étnico-culturales. Este es el reto, o uno de ellos.