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Con una media y un calcetín

Aún guardo un vívido recuerdo de una tarde terrorífica. Alguien me había regalado una entrada para los toros, una buena entrada, muy cerca de la barrera. Eran las seis de la tarde en el coso de la Glorieta, en Salamanca. Pasaban los morlacos tan cerca que se les oía rasgar el aire. Yo entonces era un joven becqueriano de barba hirsuta y destartalada, con ínfulas de bohemio y un bloc de dibujo bajo el brazo. Había tomado un par de apuntes. Estaba contento porque había superado la vergüenza de dibujar en público. Entonces, sucedió. Un toro negro, de imponente estampa, entraba a la suerte de varas. El picador, gordo, blanco berrendo en colorado y sudoroso lo citaba con la pica. El encontronazo fue brutal. El toro levantó las pezuñas delanteras del caballo y la pica entró en la piel deslizándose como tijera de sastre o escalpelo de cirujano. El costurón iba desde el morrillo hasta la grupa. A medida que el animal empujaba la piel iba abriéndose hasta quedar convertido el bicho en un estudio anatómico, palpitante, rojo y humeante. La lidia continuó, con su suerte de banderillas y todo y a nadie parecía importarle ver defenderse a un animal desollado vivo. Rompí los apuntes y salí de ese círculo infernal del Dante aguantando las arcadas. El fantasma de Goya, sentado en un banco, dibujaba toros y sonreía.

También recuerdo una noche remotísima en la sala de un cine. Éramos cuatro gatos desperdigados y el acomodador con su linterna. Proyectaban «2001, una odisea del espacio» de Kubrick. Un homínido, un homo antecesor, jugueteaba con los huesos de un tapir. Tomó uno de ellos, el más grande y empezó a golpetear el cráneo. A medida que iba aumentando la fuerza en los golpes iba dándose cuenta del poder devastador de ese hueso. El mono, histérico y consciente de su hallazgo, dejó la calavera hecha añicos. Acababa de parir el mundo la primera arma y el primer hijo de puta, el primer macho alfa, el primer oligarca, la primera guerra, el primer idiota borracho de poder. A la salida, el espectro de Jack El Destripador, afilaba una navaja de barbero con la lengua.

El otro día, en no sé qué plaza, un toro le secó el corazón al torero Víctor Barrio. En las redes sociales, algunos animalistas lo celebraron por todo lo alto. Levantaban el hueso del tapir y se ensañaban con el cadáver aún caliente.

Han pasado los Sanfermines. Los encierros han dejado zurras, volteretas y pitonazos en las femorales a manta de Dios, tetas sobajadas, litros de calimocho en vena y violaciones. El ectoplasma de Hemingway reía a carcajadas con un pedo de pronóstico mientras practicaba el pecadillo de Onán en un rincón de la calle Estafeta.

Como verán, deshojando este julio denso, tórrido y extraño sin norte ni concierto, con un calcetín en un pie y una media en una pierna, no he hecho ni el más mínimo amago de hacer un juicio de valor a tenor de mis propias descripciones. (¡Que inventen ellos!). Estoy demasiado ocupado intentando con todas mis fuerzas deshacerme del hueso de tapir que me fue dado nada más nacer hace cientos de miles de millones de años. Ese mismo hueso, que a través del tiempo de felonías, trapacerías, iniquidades, enormidades, animaladas, guerras y holocaustos nos da patente de corso para seguir siendo una reata de canallas.

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