Este domingo, después de levantarnos todos con la matanza de Niza, después de ver la de Bagdad o las calles de Turquía, después de ver como el mundo, que es nuestro mundo, se está transformando por minutos en un lugar donde, por desgracia, dejaremos un legado seguro de incierto futuro a nuestros hijos; este, es ese domingo que toca hablar de un gran sentimiento que, sin darnos cuenta, está siendo el último que se masculla entre tanta miseria moral, el amor. En mi tierra, en mis dos tierras (amo tanto Alicante como Madrid), siento que esta palabra está dejando de tener el gran valor que debería tener. Quizás porque mi niñez, como la de Serrat, pasó en el Mediterráneo, quizás porque en mi sangre he recogido el alma de tirios y troyanos, de fenicios, de griegos y romanos, de cultura milenaria bañada por el mar y de dosis de judíos y visigodos en la esencia de mis padres y mis abuelos a partes iguales? quizás por eso mismo, cada día detesto más que hayamos perdido el verdadero norte de las cosas. Este viernes con unos buenos y adorables amigos, Fernando Tejero (cada día más genial), Eli Gil (Eli Deep para los amigos? y mi querida socia y compañera de miles de cosas... !divina!), entre ellos, haciendo de cocinitas con Carlos Bosch y Sergio en el Bistrot de El Portal, Juan Ferrando, que las «borda» cuando se lanza lenguaraz a sentar frases únicas, decía que quizás lo peor era darle bombo a esas fotos terribles que han protagonizado las redes sobre la matanza de Niza. El osito y el niño, el padre y el niño sepultados por el hijo de puta del camión, son imágenes que deberíamos sepultar de los medios de comunicación y de las redes sociales. Solamente porque eso, eso mismo que hemos sentido todos pensando en los nuestros, es el terror que quieren que siembre nuestras vidas. Y yo, me niego. Me niego a salir a la calle y pensar que no tengo vida. Me niego a que mi democracia, mi existencia, mi Europa, mi España y mi vida estén en manos de tres hijos de puta desalmados que pululan entre nosotros mismos. Y me niego a que este discurso sirva para que insensatos pseudofascistas como Donald Trump conviertan la democracia en una tiranía al estilo de los Dictator Romanos en tiempos en los que se azuzaba la inseguridad para proceder a la «purga». Me niego a que no podamos pensar en futuro, a que nos volquemos en mirar mal a los musulmanes (tengo cientos de amigos y llevo con orgullo, aunque soy cristiana hasta la médula, un rosario musulmán que me regalaron en la tierra preciosa de Fez), me niego a que no podamos confluir judíos, cristianos y musulmanes como toda la vida, me niego a que no se hable de cultura, me niego a que no se pacte el futuro de la Humanidad, me niego a que nos planteemos locuras colectivas y me niego a que nos saltemos la cordura. Sé que este discurso es el que no se quiere poner encima del tapete. Pero hoy, con todo el estilo del planeta, creo que en este miedo colectivo hay que pensar en doble. Hay que reforzar la seguridad, por supuesto, ponerle coto claro a los radicales, dejar de permitirles el acceso a las redes como se pueda y más, destinar recursos y pasta a luchar contra ellos, evitar su propaganda cultural perversa y basura, y no por eso dejar jamás de estar en Siria, o de luchar contra ellos donde estén. Como decía Javier Nart, el pacifismo idiota (también de eso sabía mucho Churchill en la Segunda Guerra) es una gran desgracia colectiva para la defensa de la libertad. Pero a la vez, necesito gritar dos palabras que no se deben olvidar hoy más que nunca, libertad y amor. Sin estos dos principios de nada servirá todo lo que luchemos contra ellos. Seremos igual. !Y no lo somos! Feliz domingo.