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To be or not to be

Poco más de la mitad de los ciudadanos británicos votó, el pasado 23 de junio, por abandonar la UE; ha sido el fin de una secuencia de acontecimientos iniciada con una irresponsable promesa de Cameron, que sólo pretendía resolver la división interna de su propio partido. La opción «salir» ganó, a pesar del impacto emocional del asesinato de Jo Cox, y de que la «racionalidad» estaba con la permanencia. Algunas veces olvidamos que la política se desarrolla más en el ámbito de las emociones y de las percepciones que en el del razonamiento desapasionado. Como los referéndums los «carga el diablo», yo creo que los británicos, en realidad, no se han manifestado sobre si seguir siendo miembros, o no, de la UE; lo que han lanzado es un grito de protesta contra todos los problemas que subyacen en la sociedad desde los años 90 del pasado siglo y les hacen sufrir. Ahora tendremos que vivir con las consecuencias del Brexit, sean estas las que sean.

Tras el referéndum, la atención se centra en cómo y cuándo ha de salir el Reino Unido. O, incluso, si finalmente saldrá. La consulta no es vinculante; el Parlamento británico es soberano y podría decidir ignorar su resultado. De hecho algunos parlamentarios del partido laborista ya han pedido formalmente esa opción -lo que pone de manifiesto la complicada relación que tiene el partido del cuestionado Corbyn con amplios sectores de la clase obrera británica, sin cuyo voto hubiera sido imposible que ganara el Brexit. Pero dar la espalda al resultado del referéndum sería una pésima decisión, que vendría a profundizar la brecha existente entre los partidarios de abandonar la UE y sus representantes políticos, lo que, además, tendería a beneficiar al UKIP y a radicalizar a una gran parte del partido conservador.

Si damos por supuesta la salida, nos enfrentamos a dos cuestiones: ¿qué pasa con Reino Unido? Y, ¿qué puede hacer, ahora, la UE?

Adivinar los posibles escenarios de las próximas negociaciones entre la UE y el Reino Unido es cualquier cosa menos una tarea fácil; pero sospecho que el parlamentario tory que resulte elegido para suceder a Cameron, querrá invocar el artículo 50 del Tratado de la Unión de forma que las negociaciones de salida sean simultáneas al inicio de aquellas en que se traten las condiciones de su acceso al Espacio Económico Europeo (EEE). Digo esto porque muchos, entre los que me incluyo, suponen que Reino Unido, aunque abandone la UE, no querrá salir del EEE. Si es así, el populismo británico, esencialmente el inglés, todavía tendrá que enfrentarse a una realidad que ha ocultado: estar en el EEE requiere aceptar y adoptar normas y estándares europeos, así como sus normas sobre libertad de movimiento de las personas e incluso contribuir al presupuesto comunitario, aunque lo sea en menor medida que los estados miembros. Así que de «recuperar la soberanía», nada de nada, solamente que ahora no tendrán la posibilidad de sentarse en la mesa en la que se negocian tales regulaciones.

Es evidente que lo que pase en Reino Unido nos interesa, porque nos afectará. Pero nos concierne mucho más lo que vaya a hacer Europa como consecuencia del «Brexit».

Entre las enseñanzas que podemos obtener del resultado del referéndum británico, una de las más esenciales es la importancia del liderazgo político. A corto plazo, la salida, sin duda, tendrá costes; pero a medio y a largo plazo, no deja de convertirse en una oportunidad para la UE y para la zona euro. El principal problema al que viene enfrentándose la Unión es la falta de una clara definición y no hay duda de que Reino Unido siempre ha sido el socio molesto, que ha puesto todas las dificultades posibles para una mayor integración, mejor definida. Así que, también en esta situación de crisis se abre una ventana de oportunidad para producir los cambios necesarios. Eso sí, siempre y cuando tengamos en cuenta que los cambios también pueden conducirse por caminos equivocados, si no existe un claro liderazgo político. Ese es el principal peligro al que nos enfrentamos y, por ello, es lamentable comprobar que los líderes europeos, según parece, no comparten un modelo sobre qué hacer, y cómo, para enfrentarse a esta situación, motivo por el que la confusión se extiende y aumenta la incertidumbre.

Resulta evidente que el sistema institucional europeo ha sido incapaz de aportar soluciones a las distintas crisis que se han venido planteando, lo que ha dado lugar a un aumento de los desequilibrios internos en el seno de la UE. La crisis del euro mostró claramente que el diseño de la moneda única era insuficiente y erróneo, de lo que se han derivado unas políticas de austeridad, lideradas por Alemania, que no han tenido éxito, al tiempo que hundían a las economías más débiles y beneficiaban a las más fuertes, mediante los diferenciales de tipos de interés provocados por la fragmentación financiera.

Pero esa misma esquizofrenia institucional con la que se ha gestionado erróneamente la crisis del euro, también se vive para controlar los flujos migratorios. Quienes defienden que Schengen y los acuerdos sobre cuotas de refugiados son incompatibles con las grandes diferencias de renta que existen, tienen, al menos, parte de razón. El llamado «turismo de bienestar» se alimenta de las divergencias entre las condiciones económicas de los estados miembros. Y los países «débiles» del sur, tienen que gestionar la frontera común, para lo que es imprescindible contar con los recursos necesarios para hacerlo, mientras se les imponen medidas de austeridad.

La gobernanza europea es compleja, poco transparente, e ineficaz, motivo por el que, con frecuencia, la canciller Merkel ha venido actuando como si fuera algo que no existe, la primera ministra de la UE. En ocasiones ha hecho un gran trabajo en esa dirección, pero otras muchas ha cometido graves errores. Y es que su papel como canciller es incompatible, por conflicto de intereses, con el de primera ministra europea.

La conclusión es que la UE se encuentra ante una encrucijada, con el riesgo de un posible efecto dominó, y tiene que decidir sobre si acelerar o congelar el proceso de integración, pero sin medidas a medias tintas. Tengamos en cuenta que en Hungría se ha convocado un referéndum, para el 2 de octubre, de dudosa legalidad europea, con una confusa pregunta, para que los ciudadanos le digan a su gobierno lo que este quiere escuchar: que no acepte las decisiones de la Unión sobre el reparto de cuotas de refugiados.

Sobre la cuestión de más o menos integración, no me cabe la menor duda. La UE necesita reforzarse mediante un nuevo acuerdo, capaz de abordar las preocupaciones fundamentales de los ciudadanos. Si no se quiere ceder ante el empuje de la derecha populista, hay que ser capaces de ofrecer a la ciudadanía una narrativa que ofrezca una explicación sobre los problemas a los que nos enfrentamos y las soluciones adecuadas para los problemas reales. Un serio problema para conseguir ilusionar a la gente es la fantasía de que la economía puede separarse de la política; eso es absolutamente imposible, ya que las decisiones económicas no son neutras, son de carácter político y tienen impacto en la sociedad. Es falso el mensaje de que «no hay alternativa».

Y más integración nos conduce, ineludiblemente, a una Europa federal, lo que a muchos les parece utópico. Sin embargo, ¿tenemos realmente otra opción? Es una cuestión de ser o no ser.

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