Hay personas que viven muchos años y pueden seguir influenciando en los demás. El caso del nonagenario Zygmunt Bauman es un referente social que debería ser tenido más en cuenta. Es una persona que tiene cosas que decir y nosotros que escuchar en medio de la desorientación actual sobre lo que debiera ser esencial, política incluida.

Su capacidad logra decir en pocas palabras lo que otros solo barruntamos: «Diariamente contemplamos cómo se hace el mal, cómo se sufre el dolor, pero el desafío que ello representa para nuestros sentimientos morales queda en gran medida sin respuesta. Entre lo que sabemos y lo que podemos hacer hay una brecha que no sabemos superar».

Nos hemos refugiado en la impotencia de creer que, hagamos lo que hagamos, no va a servir de nada: pero hacer o dejar de hacer importa, y mucho, aunque no alcancemos a valorar las consecuencias de asumir nuestra responsabilidad y lo que esto supone para mí y para los demás. A veces, incluso sabiendo exactamente qué hacer en clave de valores éticos, nos perdemos en las responsabilidades de quién debe realizar esa tarea. Y esto vale también para los poderes institucionales que son los primeros que debieran demostrar su compromiso con estándares éticos globales pero su ausencia solo invita a más desorden y al desafecto de la política y los políticos.

Sin valores éticos en la práctica política no puede haber comunidad solidaria de ningún tipo, ni justicia, empeñados en contraponer la individualización y la comunidad, piensa Bauman. Es la mediocridad moral la que acaba por olvidar que la solidaridad se mide por el bienestar de sus miembros más débiles. Hace tan solo veinte años, la crisis humanitaria de los exilados no hubiese podido dar el espectáculo vergonzoso actual simplemente porque la sociedad se hubiese echado encima; hoy, en cambio, el rechazo no tiene consecuencias electorales.

Lo importante es la construcción de actitudes personales y políticas, aquí y ahora, porque lo que hagamos o dejemos de hacer es enormemente trascendente incluso si no alcanzamos a verlo ni a conocer las consecuencias. Esto me recuerda la utopía de Ghandi cuando no se hablaba del «efecto mariposa» y él basaba su modelo de paz en las personas, una a una, no como masa, apoyado en que el daño a un semejante significa dañarnos a todos, y el bien que uno haga nos hace bien a todos.

Sin embargo, por miedo, interés o lo que sea, solo ha subido electoralmente el partido que más corrupción lleva encima, seguramente más que todos los demás juntos, tanto en casos como personas. Qué pena da que los buenos gestores políticos con resultados testados y amor a los colores apenas salen diferenciados del barullo colectivo. Mientras tanto, el ciudadano de a pie mira insensible el desprestigio de la política que nos persuade con soluciones individuales a problemas compartidos, viendo como no llega un reparto más justo de la riqueza. Esta realidad significa para el sociólogo Bauman que el progreso ha dejado de ser un discurso que habla de mejorar la vida de todos para convertirse en un discurso de supervivencia personal. Y estoy seguro que esto no va a salirnos gratis.