No se cansaba de advertir la derecha española y los medios de comunicación afines sobre los peligros que acechaban a nuestro país y a Europa como consecuencia de un supuesto crecimiento del radicalismo de izquierda cuando, en realidad, ha resultado que el verdadero peligro para la Unión Europea ha llegado de la mano del populismo de derechas compuesto por una mezcla de conservadurismo, nacionalismo rancio, racismo y egoísmo patrio. El Gobierno de Alexis Tsipras en Grecia, país al que se culpabilizó de una posible hecatombe en Europa, es disciplinado con los mandatos de Bruselas y realista con la situación que se encontraron en las cuentas públicas griegas tras decenios de gobiernos corruptos del Pasok y de una derecha griega que, además, mintió durante años a la Unión Europea sobre el déficit público mientras lo dejaba crecer sin control y permitía la corrupción.

Aunque miles de británicos se manifestaron hace unos días por las calles de Londres pidiendo la celebración de un nuevo referéndum que permita volver a situar al Reino Unido dentro de la Unión Europea, el resultado de la consulta que trajo el «Brexit» es inamovible. Pero, ¿tan sorprendente ha sido el resultado? ¿No cabía esperar que una población ajena a la cultura y a una buena educación, lectora de tabloides como The Sun, se dejara engañar por el facineroso y tabernario Nigel Farage e influir por la torpeza de David Cameron?

Desde que Margaret Thatcher llegó al poder en 1979 el Partido Conservador inglés entró en un extraño limbo en sus relaciones con Bruselas que ha terminado con la salida del Reino Unido de la Unión Europea. Jugando a la carta del sí pero no, del ahora quiero pero mañana no, Thatcher tuvo claro desde el principio su voluntad de pertenecer a una Europa en cuanto mercado económico en el que operar con ventaja respecto al resto de Europa y de los países emergentes de Asia, pero al mismo tiempo puso todas las trabas posibles a la integración en cuanto fin con un origen y un destino común. Nada que ver, por tanto, con la idea de una Europa que en sus orígenes buscaba su integración cultural con un punto de vista humanista como medio de evitar futuras guerras y una marcada solidaridad entre regiones que ayudase a construir una Europa líder en la defensa de los derechos humanos.

El neoliberalismo inglés -a imagen y semejanza de los Chicago Boys de EE UU- comenzó un metódico trabajo de desprestigio de lo público con un doble punto de vista. Por una parte, con la privatización paulatina de los logros conseguidos después de la Segunda Guerra Mundial por los socialdemócratas ensañándose especialmente con la sanidad y la educación, elementos vertebradores básicos para construir un país socialmente justo donde la igualdad de oportunidades sea una realidad y no una frase vacía. Al mismo tiempo los sucesivos gobiernos ingleses de los últimos decenios han puesto todas las trabas posibles a la integración europea de su país en todos los aspectos posibles excepto en aquellos que supusiesen una ventaja económica para el Reino Unido. Se negó a reconocer el euro como moneda, a formar parte del espacio Schengen y a cualquier transferencia de soberanía a las instituciones europeas. En el recuento electoral que se hizo tras cerrarse los colegios electorales se quiso escenificar, una vez más, esa forma inglesa de hacer las cosas contraria a lo que se entiende por una Administración a la europea continental, es decir, por la opción más cercana a la excelencia, la productividad y un orden riguroso. Vimos en la televisión cómo las urnas eran transportadas en coches de policías, de carteros e incluso de particulares para después ir pasando de mano en mano gracias a una enorme fila de ordenados muchachitos y muchachitas hasta llegar a largas mesas donde se contaban los votos. Nada de ordenadores portátiles o iPads en los colegios electorales que facilitasen la tarea.

Por otra parte, con la privatización paulatina de la educación y la creación de un muro que divide el sistema público del privado, los conservadores ingleses consiguieron dividirla en dos sectores bien definidos, uno para las élites, con muchos medios y pocos alumnos por clase, y otro para aquellos que no se pueden permitir un centro o universidad privada. Circunstancia acorde con una Inglaterra donde subyace un enorme culto por el dinero. En una reciente entrevista decía el filósofo George Steiner que el único objetivo que hay en Inglaterra hoy en día es ser rico. El antaño prestigio de la BBC es sólo un recuerdo. Breves noticiarios de 15 minutos repetidos varias veces al día han sustituido a telediarios y tertulias políticas. Las tardes de casi todos los canales son una repetición de interminables programas de decoración de interiores de casas. Visto desde fuera el Reino Unido puede concebirse como un Estado multirracial en el que tienen origen las modas más ingeniosas que luego se expanden al resto de Europa, un país cool lleno de gente con un punto de extravagancia y un estilo posh en la forma de hablar que en ocasiones resulta tan divertido. Pero lo que existe en la Inglaterra de hoy es un profundo clasismo con la búsqueda del becerro de oro como uno de los pocos elementos vertebradores de las dos capas sociales mayoritarias que se han ido creando gracias a las políticas conservadoras que acabaron con el antaño excelente servicio sanitario inglés, con los sindicatos y con cualquier cosa que sonase a servicio público creado gracias a los impuestos de todos los ciudadanos. Con un desempleo de tan sólo el 5%, la clase trabajadora votó por la salida de la Unión Europea confundida gracias a un discurso populista y racista. Apenas se han escuchado argumentos económicos que sustentaran el «Brexit». Muy al contrario, podemos decir que el elemento principal que empleó Farage, líder del partido xenófobo y racista UKIP, fue el «peligro» de la inmigración.

Durante años se permitió a los gobiernos de Londres adherirse a lo que les interesaba y rechazar cualquier atisbo de integración europea. Es imprescindible una firme reacción de Europa que ataje la influencia e importancia que los partidos ultranacionalistas -que recuerdan al fascismo y nazismo de los años 30 del pasado siglo- están adquiriendo en países como Francia, Italia, Polonia o Austria.