Es posible que nunca sucediera como se cuenta. Puede que deba catalogarse como leyenda urbana. Aunque por su localización sería mejor que urbana, de orbi et orbe al ubicarse en Roma y referirse a ciertas elecciones papales. Debió suceder en tiempos pasados, más que lejanos legendarios y pese a faltar documentación precisa que avale históricamente el hipotético hecho, se tiene por segura la existencia de una norma eclesiástica ad hoc sin poder asegurarse que se llevara a efecto nunca.

Pese a regir la sucesión en el gobierno de una institución de entre las menos democrática de la historia, ya que se sostiene que en la Iglesia Católica Romana ha imperado desde siempre la monarquía absoluta, con el Papa como único y total gobernante, puede, sin embargo, servir de ejemplo para otras elecciones más propia de democracias parlamentarias o presidencialistas.

En tiempos de «Maricastaña» la elección del Sumo Pontífice de turno no era ni mucho menos tan fácil como en los más recientes y hasta actuales. La causa principal pudo basarse en que se conocían casi demasiado entre los posibles electores quienes destacaban y podían significarse como elegibles. Mucho más aún influían las intromisiones no siempre «sanctas» de los gobiernos de las naciones, mejor sería decir Estados, católicos y hasta cristianos y laicos que competían en cada elección por motivos políticamente comprensibles. También durante largo tiempo primaron los deseos de las poderosas familias existentes en las principales urbes de la actual Italia, como Roma, Florencia, Venecia o Milán (Borgheses, Médicis, o gran Ducs, etcétera) o grandes capitales cristianas del mundo occidental.

Sucedía entonces con cierta facilidad que el encierro bajo llave (cum clave o cónclave) de los electores, cardenales de muy diversa procedencia aunque predominaran los de los numerosos «lugares pontificios», podía alargarse en el tiempo. Las «fumatas» negras se sucedían sin cambio alguno durante no días, como ahora, sino semanas, meses y hasta algún que otro año. No había mejor remedio que tomar alguna medida eficaz que sirviera para acortar los plazos y así surgió la norma, si no es pura leyenda, que proponía agilizar el trámite castigando a los cardenales electores con más y cada vez más drásticos sacrificios nutritivos, conforme se alargaba sin éxito el proceso electoral. Y de este modo, hasta ponerlos a «pan y agua» (muy exagerado me parece) si fuera preciso, porque los tiempos corrían inútilmente.

Bueno o malo, algo semejante habrá que hacer en estos tiempos y lugares nuestros para que una vez elegidos los representantes de todos nosotros (aunque esta «representación» esté tan denostada) lleguen a acuerdos de gobernanza o séase pacten de una vez entre sí por aquello de la cacareada aritmética parlamentaria y no alarguen en demasía los posibles pactos entre partidos. Si no «a pan y agua», como dicen que regía la norma referida, se les debía prohibir la ingesta de mariscos y otras viandas de renombre, así como la de bebidas que excedan el vino común sin origen conocido, al principio, para ir poco a poco pero inexorablemente hacia vigilias y ayunos más estrictos.

Y si «ni así», roguemos a los hados para que amén de evitar el cuantioso dispendio de cada nuevo proceso electoral que pagamos entre todos, también para que de ninguna manera vuelva a recaer sobre el pueblo el castigo de nuevos periodos electorales y la consiguiente tortura de debates a tantos o cuántos y, más aún, de programas sin cuento, ni fin con participación ineludible de sabios y experimentados «analistas» participando, que, al menos, habría que ir cambiando tanto como a los mismos líderes políticos de turno. Tampoco estaría de más extender hasta aquellos y estos las referidas legendarias medidas que podían llegar a sólo pan rústico, eso sí sin masa pre-cocida y agua común o del grifo y sin embotellar.