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Javier Mondéjar.

El indignado burgués

Javier Mondéjar

Hay que prohibir el voto a los viejos

La democracia es un sistema imperfecto. Cuando la inventaron los griegos para nada tenía ese significado actual de un hombre/un voto y mucho menos una mujer. En realidad los ciudadanos con derecho a decidir eran poquísimos, aunque ellos creían que más vale que decidan pocos a que decida uno, ya era un avance. De las mujeres, ni hablamos: en España fueron las izquierdas las más contrarias a permitir el voto femenino argumentando que para una que les diese el voto, serían veinte las que se dejarían guiar por su confesor o su esposo mantecoso. De hecho cuando se estrena el sistema en 1.933, las derechas barren y las colas de monjas en espera de depositar su papeleta daban la vuelta a la Puerta del Sol. Así es la vida, una suma de imperfecciones con la que más o menos vamos trampeando.

Esta semana pasada hemos visto dos muestras de que -a juicio de muchos- el sufragio universal es un desastre: ganaron el Brexit y Rajoy. En vez de ganar el brexit a Rajoy, que sería lo normal, y que los british fuesen una más de las estrellas de la Unión Burocrática de Bruselas, los imperfectos ciudadanos han decidido lo contrario por mayoría (pequeña pero así es el sistema, la mitad más uno gana). Desde la crema de la intelectualidad, los más conspicuos claman contra los granjeros incultos a los que han comido la oreja en Gran Bretaña y los abuelitos, que son unos interesados y para defender la birria de sus pensiones, votaron en contra del «coletas» y a favor de modelos tan periclitados como el PP o, en menor medida, los socialistas.

Analicemos el argumento: unos indocumentados y unos ancianos han decidido lo que será en el futuro la Gran Bretaña y España y, a poco que nos descuidemos, la «basura blanca» del Medio Oeste de los Estados Unidos, determinará si concede el botón nuclear a Donald Trump. Visto así, si yo fuera un clasista -¿Quién?, ¿yo?, pero por favor?- me iría no ya a Noruega, sino a Marte. Hombre, hay una solución: negar el voto a los sectores de la sociedad a los que despreciamos o directamente masacrarlos, opción radical pero eficaz si no fuera porque el número de gentes a eliminar siempre desborda las expectativas (véase el Plan de Hitler para acabar con el «problema judío», donde por muy competentes que fueran los verdugos siempre iban por detrás de las ganas de vivir que tiene el personal).

Los pensadores del XVIII lo tenían claro: el mejor sistema es el voto censitario, donde sólo se permite votar a quien posea determinadas características económicas, sociales o de educación que les permitiera inscribirse en el Censo Electoral. Poseer bienes o rentas suculentas, un determinado nivel de instrucción o ser casado en vez de soltero, ayuda a ponderar el voto, pensar detenidamente en las consecuencias y no tirarlo alegremente.

Actualizando el sistema, yo añadiría otras tipologías para que lo del sufragio no sea un «tócame Roque», como por ejemplo restringir el voto a los abuelos (que son egoístas por naturaleza); los que tienen la piel de color diferente a la nuestra; los que ven los programas de televisión tipo Belén Esteban en vez del Canal Historia o series de culto; los que se dejan influenciar por la religión a la que pertenecen o los que conducen todoterrenos diesel que contaminan un montón. Yo añadiría -pero esas ya son manías particulares- a los que van a la playa, que es un espanto masificado lleno de sal, arena y niños chillones y a los asiduos a conciertos de rock, que tendrán las neuronas perjudicadas de tantos decibelios. Ah, y al vecino del cuarto: ¿cómo vamos a permitir que su voto valga tanto como el mío si es un pedazo de carne con orejas?

Si no se permitiese votar a toda la chusma nos ahorraríamos disgustos y las gentes de orden confiaríamos en un sistema democrático donde voten los que tengan que votar, los que saben votar y a los que les guste votar. Se puede argumentar que para que voten cuatro, mejor nos ahorramos las elecciones que son un gasto. Pues sí: vámonos al ágora, defendemos alegremente nuestros puntos de vista, ridiculizamos los ajenos y alegremente decidimos a mano alzada. Así lo hacían los griegos clásicos y seguramente no les iría peor que a nosotros, pero algo habrá que hacer y rapidito, antes de que a los morados les dé un pasmo.

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