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Bartolomé Pérez Gálvez

Gratitud

La sociedad occidental cultiva poco los valores humanos; cuando menos, la nuestra no se distingue por ello. Probablemente, en esta carencia generalizada de principios morales radica la anomia social que padecemos. Entre las normas o principios éticos que se descuidan, destaca el olvido a la gratitud. Ya sea de palabra o con hechos, lo de agradecer al prójimo va cayendo en desuso. Nada extraño, por tanto, que nos encontremos inmersos en un mundo de ingratos -o malnacidos, según prefieran- en el que es difícil convivir. El riesgo es doble: de una parte, cuidarse de esta tropa; de otra, no acabar formando parte de ella.

Sin pretensión alguna de filosofar, sólo quiero limitarme a llamar la atención sobre una virtud que vamos perdiendo. Como tal la han definido, pero también es considerada una actitud, una emoción o, incluso, algo tan estable en el tiempo como un rasgo de la personalidad. En cualquier caso y con independencia de su naturaleza, lo que es seguro es que se trata de una necesidad humana. Sí, necesidad, aunque muchas veces no la percibamos como tal. Mostrar gratitud es un gesto dirigido a otros y, a la vez, una conducta que nos aporta importantes beneficios a nosotros mismos.

Agradecer es mucho más que un comportamiento prosocial. El estudio de la gratitud, bajo estrictos criterios científicos, apenas tiene poco más de una década de historia. A pesar de esta bisoñez, ya son múltiples las investigaciones que han demostrado que las personas más agradecidas son las que presentan un mayor bienestar emocional. De igual modo, esta característica también es más habitual entre quienes duermen mejor o son más empáticos. Los beneficios de la gratitud la asocian con menores niveles de ansiedad y de depresión, así como con una más sólida capacidad para afrontar situaciones adversas. Sin tratarse -ni mucho menos- de la panacea para vivir mejor, parece evidente que el agradecimiento nos gratifica, más allá del mero reconocimiento a nuestros buenos modales.

Ahora bien, con tanto quehacer diario, parece que nos olvidamos de esa madre de todas las virtudes, como la definió Cicerón. Todos los días se nos presenta la ocasión de demostrar agradecimiento y, sin embargo, es fácil que pasen los años sin que lo ofrezcamos a quienes más debemos. Triste es reconocerlo pero, como a otros tantos, el destino me privó de agradecer la vida a quien me la concedió. Seguro que en alguna ocasión pude demostrarlo con hechos, pero no recuerdo haberlo manifestado con palabras. Y lo echo de menos. Quizás por ello, ahora compenso haciéndolo con quien me aportó un toque de humanidad que, en mayor o menor medida, habré podido ir desarrollando. Complicados somos los humanos ¿verdad? O nos complicamos la vida, que no es lo mismo.

Hay que buscar el momento y no desperdiciarlo. Demostrar agradecimiento y compartirlo es una de las vivencias más agradables de las que puede disfrutar el ser humano. No hacerlo puede ser, incluso, peligroso para uno mismo. Aunque soy un tanto agnóstico, me da mal fario eso del karma. No creo en la reencarnación pero sí en que el destino te juzga, en función de cómo actúes a lo largo de tu vida. A bote pronto recuerdo que quien a hierro mata, a hierro muere. Por analogía, motivos hay para pensar que, quien no muestra agradecimiento acaba por no recibirlo. Y triste es no disfrutar de la gratitud, bien sea por uno u otro motivo.

Existen mil y una maneras de expresar reconocimiento. Eso sí, lo material no es imprescindible; es más, a veces puede ser desaconsejable si el regalo es inoportuno. Las palabras también tienen su valor pero suenan vacías cuando se ofrecen solas, sin hechos que las ratifiquen. Soy de los que prefiere los hechos a los obsequios y las buenas intenciones. Otra cosa son las limitaciones que tiene cada uno para hacerlo y, quizás por ello, no está demás que nos ejercitemos para progresar con la práctica. Algunos somos tan necios que tardamos décadas en agradecer, porque no sabemos cómo hacerlo. Con un mensaje o una llamada, un simple «hola ¿cómo andas?», podemos transmitir interés a alguien como forma de mostrar nuestra gratitud.

A pesar de cuanto tiene de bueno el agradecimiento, no deja de ser curioso que se hable más de él cuando falta que cuando aparece y se demuestra. Vaya, que lo habitual es referirse a los ingratos, a esos malnacidos en el más deshonroso sentido del término. La ingratitud del vago o del egoísta es, hasta cierto punto, comprensible aunque no por ello menos censurable. Uno no mueve un dedo por comodidad; el otro, por desinterés. Más deplorable es la ingratitud del soberbio, de quien acepta de buen grado el trato que ha recibido pero, sin embargo, justifica su conducta por considerar la gratitud como una debilidad personal. Dame, dame, pero no te agradezco nada que me lo merezco. Y de ese pelaje hay unos cuántos.

Para quienes así actúan -o actuamos, quien sabe- la ciencia también ha encontrado una explicación. Por fin conocemos en qué zonas del cerebro radica la capacidad de agradecer. Ya podemos afirmar que las virtudes, como el alma, tienen una base neurológica más o menos definida. Pues bien, parece que ciertas áreas del lóbulo frontal del pobre malnacido no funcionan como debieran. Ya ven, no hay maldad en el desagradecido porque el ingrato no es malo sino, simplemente, defectuoso.

Pues nada, a cuantos haya agraviado por ingratitud les pido disculpas y que me lo vayan recordando. Cuestión de saldar deudas, que para unos habrá agradecimientos y para otros, tal vez, la mayor de las indiferencias. Y ojo al karma, que igual existe.

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