Se cuenta -y probablemente sea cierto- que el noticiario británico que informaba de los efectos de una tormenta sobre el Canal de la Mancha, tituló la noticia con un memorable «el continente ha quedado aislado». El espíritu de la antigua metrópoli imperial expresaba así la conciencia de ocupar el centro de un universo político y cultural, compuesto por el archipiélago de estados dispersos por el mundo y que forman la comunidad británica de naciones y sus allegados.

La salida británica de la Unión Europea parece el último estertor de esa suficiencia: Europa se ha quedado aislada, parecen pensar nada menos que la mitad de los habitantes de la isla. Y es que lo sucedido tal vez se explique en parte por esa doble condición de metrópoli e isleña, que tiñe la actitud británica ante los asuntos del «continente» y los procesos globales. Ambos rasgos agudizan la pretensión de suficiencia y la impresión de que es posible aislarse y quedar a salvo de problemas como los flujos migratorios o la interdependencia económica global.

La resistencia a la invasión extranjera forma parte sustancial de la mitología nacional británica. Ya en el siglo XVI el filósofo Hobbes admitió haber nacido bajo el peso del miedo a la invasión de la Armada. Así que tras los romanos, Felipe II, Napoleón, y Hitler, ahora parecen ser mayoría los que se disponen a resistir valerosamente las avalanchas de inmigrantes indocumentados.

Con lo anterior no pretendo que las reservas británicas al devenir de la UE carezcan por completo de motivos. Más bien al contrario, el Brexit debería servirnos para revisar el poder de una burocracia hipertrófica, anónima y distante, que se desenvuelve en un contexto hiperregulativo que no solo abruma, sino que se hace valer con pretensiones de neutralidad tecnocrática. También es necesario replantear las formas de representación de las instituciones europeas, y la viabilidad de una unión política entre 27 países de muy diversa estructura social, política y económica. Y otro tanto debería hacerse sobre la presión migratoria que no hará más que crecer, y que, según los expertos, requiere no solo de un análisis desprejuiciado de la capacidad real de absorción de los países miembros, sino de una acción conjunta, intensa y en extremo solidaria, pero a veces también militar, en los países de origen. Nada de lo anterior está teniendo lugar, y la sensación de ir a la deriva de los acontecimientos explica en parte el giro británico hacia la supuesta seguridad isleña.

Pero también es posible que al respecto del Brexit esas nuevas dificultades no sean más que la ocasión para el resurgimiento mutante de los antiguos enconos europeos. Hace ya años que el ascenso de los llamados estados-continentes tales como China, la India e incluso la nueva Rusia o Brasil están transformando la escena internacional, en la que las antiguas naciones europeas pasan a ocupar un segundo o tercer plano. Incluso Estados Unidos sabe que su predominio está seriamente amenazado porque su volumen demográfico terminará siendo una limitación. La Unión Europea se presenta en ese escenario como la ampliación continental del peso y la influencia global del liderazgo alemán en primer lugar, y del francés en segundo término, y de ahí la indisimulable incomodidad británica.

Las oscilaciones de la política internacional de Estados Unidos al respecto son reveladoras. Durante la administración Bush se optó por componer dos masas continentales de naturaleza cultural y económica asociadas a los Estados Unidos, y favorecidas mediante la alianza preferente con las dos potencias europeas capaces de liderarlas, a saber, el Reino Unido y, aunque en menor medida, España: las dos naciones más excéntricas y atlántico americanas de Europa, y las matrices culturales de las dos masas demográficas predominantes en los propios Estados Unidos y el resto del continente.

Se trataba seguramente de una reedición matizada de la doctrina del «destino manifiesto»> que invitaba a asumir la inevitabilidad del liderazgo norteamericano sobre el conjunto del continente. Pero era más directamente una respuesta a las magnitudes continentales de China como gran potencia mundial. Y de paso los Estados Unidos debilitaban la hegemonía franco alemana en el marco de la Unión, y lograban una influencia en su seno mediante la multipolaridad reforzada que suponían Inglaterra y España apoyadas como aliadas preferentes.

El atentado de la Torres Gemelas sorprendió a los protagonistas de aquella alianza estratégica que se volvió a mirar de nuevo a oriente, mientras se dejaba retratar en la famosa foto de las Azores. El descrédito por las falsedades utilizadas para justificar la segunda Guerra de Irak y la amortización política de los líderes que la componían, enterraron aquel proyecto. Sin embargo, la política impulsada por las administraciones democráticas hasta los últimos meses de Obama apuntan en la misma dirección, aunque por otros medios. Hasta hoy han impulsado la presencia británica en la Unión Europea a sabiendas del freno y contrapeso que suponía, al tiempo que han favorecido activamente la incorporación de Turquía, ambos aliados estratégicos y ambos periféricos y potencialmente divergentes del eje franco alemán.

Ciertamente es preciso recalibrar el peso relativo de los países en la Unión que ya es parte de un equilibrio complejo y poco eficiente. Pero esa falta de eficiencia es también el signo de las recomendables limitaciones para los liderazgos en su seno. Además, hace más de un siglo Ortega sostuvo que pese a las apariencias no es Europa la que depende de los países que la componen para existir, sino que son éstos los que dependen de lo europeo para subsistir. En esa dirección llegó a decir que «sólo mirada desde Europa es posible España» que, como los demás países del continente, no le parecían más que «una posibilidad europea».

La tesis de Ortega fue infructuosamente adelantada y en realidad sólo era admisible en los términos histórico culturales en los que la propuso. Lo singular de nuestra situación es que la globalización ha convertido dicha visión en poco menos que indiscutible en términos políticos y económicos, y no solo para el liderazgo alemán y francés, sino para el conjunto de los países medianos que formamos la Unión. Europa es hoy poco menos que un «destino manifiesto» para los europeos. Y no todo son inconvenientes en el hecho de que quienes quieran se puedan ir: refuerzan la naturaleza libre de Europa como empresa común para los que nos quedamos.