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¿Analfabetismo político o irresponsabilidad?

Tras los resultados de las elecciones del domingo pasado, a las que cuatro dirigentes políticos acudían en busca de un sillón, de nuevo, los perdedores parecen no entender qué es lo que les dicta el pueblo español. Arguyen aquello que creen les gustaría a sus votantes, sin considerar que a quienes deben respetar es al conjunto de los votantes del país, con independencia de las ambiciones de partido, o de sus codicias personales, que tampoco son mancas, en el absurdo camino en el que, por desgracia, se mueven nuestros políticos, cada vez más cortos de mira.

Y no solo importa que, especialmente a Pedro Sánchez y su corte, les entre el sentido común y respeten, por sí mismos o por imperativo del partido, la voluntad popular por razones democráticas, de fair play, de lealtad institucional y de justicia electoral, sino porque lo pide y hasta lo exige el devenir de la economía española, harto resentida, y con mayor peligro si se continua en la situación de transitoriedad en la que lleva sumida casi un año, dando pie a la incapacidad legislativa para emprender y promulgar medidas para reducir el desmadrado gasto público, el derrumbe recaudatorio, la corrupción desenfrenada, y las reformas reclamadas y prometidas: financiación autonómica, administraciones públicas, pensiones, educación, sanidad, justicia, ley electoral, etc.

Todo el mundo entiende que los que no han alcanzado el mayor número de votos, deberán favorecer no solo los necesarios acuerdos para formar gobierno, también, para que éste pueda gobernar y emprender las medidas necesarias en esta legislatura; para intervenir como interlocutores válidos ante Bruselas, para requerir más flexibilidad en las exigencias de consolidación, para dejar de ser convidados de piedra en el Consejo de Europa, para influir en la toma de decisiones de la UE, etc.

Cuando los perdedores de las elecciones aducen que sus electores no les piden esto o aquello, deberían saber que tal razón no se sostiene, que no es un argumento válido; simple y llanamente porque sus votos no han sido suficientes para que su formación se imponga, y los resultados dicen claramente que deben desempeñar el importante papel de leal oposición, algo no menos digno; y desde ahí, influir para que se atiendan y respeten, en lo posible, sus propuestas, ideas y sugerencias.

El saber perder, el comportamiento honesto de reconocer la derrota cuando ni siquiera en coalición con otros grupos se podría gobernar, es la mínima deferencia que se merecen los que ganan en las urnas, lo mínimo que cualquiera de ellos pediría si estuvieran en igual situación, y lo que exigen los votantes que han dictado sentencia y ven que el resultado de las urnas, después de dos annus horribilis de elecciones no parece que les sirvan. El hartazgo se lee, también, viendo cómo un buen número de ciudadanos han hecho dejadez de su derecho al voto, tras el periplo de tantos meses de viajes sin llegar a buen puerto, pese a que el mensaje del 26-D era claro: entenderse, conciliar acuerdos, coaligarse.

Si no saber leer es analfabetismo, no entender el resultado de las urnas es de un analfabetismo político evidente. Y si los que no han vencido, lo entienden pero no lo atienden es de una irresponsabilidad inaceptable. Los resultados deben ser aceptados y respetadas sus consecuencias. Actuar en sentido contrario es someter al país a maltrato y causar un daño irreparable. Así deberá ser siempre, hoy por ti, mañana por mí.

A principio de marzo pasado, percibiendo la indignación popular, contribuí en una tertulia con un relato en estilo rapero y en tono de humor, en el que expresé el tránsito desde la ilusión por votar de un chaval, a punto de poder hacerlo por alcanzar la mayoría de edad, hasta el hartazgo un año más tarde. Ahora, visto que reflejaba premonitoriamente el sentir de muchos ciudadanos, una vez celebradas las elecciones, lo acompaño a estas reflexiones.

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