Son tantas las reflexiones que se pueden hacer tras el resultado electoral del pasado domingo que no sabe uno por dónde comenzar. Por un lado tenemos la relativa victoria del Partido Popular a nivel nacional, recuperando el apoyo de parte de los votantes que en las elecciones del 20-D se fueron a Ciudadanos, así como la subida de votos en la Comunidad Valenciana donde a pesar de los casos de corrupción conocidos hasta la fecha -y que parecen ser la punta del iceberg- que van a tener trabajando a los juzgados durante los próximos quince años casi en exclusiva para el PP y a pesar de la ruina en que se encuentran las cuentas públicas, los votantes no sólo no han castigado lo que se va conociendo sobre el entramado de corrupción generado en los últimos veinte años de gobierno popular sino que lo han premiado con una mejora de resultados.

Por otro lado, el tan cacareado sorpasso que varios medios de comunicación preveían -o deseaban en algunos casos- tras haber realizado un par de encuestas ha resultado un fiasco. Dejando a un lado el hecho de que a partir de tres mil entrevistas se pueda conocer lo que van a decidir 25 millones de votantes -algo que siempre me ha sorprendido- el resultado electoral viene a demostrar, una vez más, que sigue habiendo una gran mayoría de españoles que no hace uso de las redes sociales. Pretender construir un pulso democrático a base de tweets es tan ridículo como pensar que con 70 diputados se podía aspirar a decidir de manera decisiva la composición de un Gobierno. El trompasso ha sido de campeonato.

La resistencia del PSOE consigue desterrar los malos augurios que lo situaban en un tercer lugar. Aunque vuelve a disminuir el número de escaños que ha obtenido, Pedro Sánchez echa por tierra las teorías conspirativas de las que ha sido objeto desde dentro de su partido pero, sobre todo, desde ciertos medios de comunicación que sabiendo que cuánto más subiese en votos Podemos más difícil sería una remontada socialista trataron de beneficiar al partido morado todo lo posible. En cualquier caso, el PSOE se encuentra en una posición excelente para hacer lo que tendría que haber empezado a hacer hace quince años: limpieza en su propias filas. Es necesaria la entrada a la primera línea de nuevas caras pero para ello no se debe recurrir a sonoros fichajes cuyo fiasco posterior ya es casi una tradición en el PSOE. Entre sus militantes tienen a centenares de militantes bien formados, en puestos importantes de la Administración o de la empresa privada con las que se podría revestir al PSOE de una pátina de profesionalidad y buen hacer. Eso sí, se trata de gente discreta, bien construida intelectualmente que, por tanto, no está por la labor de ponerse a pelear en las asambleas con el primer indocumentado que se presente dispuesto a hacer lo que sea con tal de conseguir su «carguito». También debería desterrarse de manera definitiva las modas sin sentido que de vez en cuando afectan al PSOE. Un claro ejemplo de ellas fue la de la juventud con su consiguiente -al parecer- cambio generacional que, en realidad, sólo escondía el deseo de medianías con una formación muy escasa de ocupar puestos para los que no estaban preparados. En el PSPV algunos y algunas creyeron que con manotear delante de una cámara de televisión los votos llegaban por sí solos. Se equivocaron.

De momento lo que ha conseguido Pablo Iglesias es pasar a la historia como el político que dio a Mariano Rajoy una segunda oportunidad. Creyó Iglesias que las elecciones del pasado mes de diciembre eran un paso intermedio para auparse a la segunda posición en el Congreso de los Diputados para lo que llegó a un rápido acuerdo con Izquierda Unida, pero lo que ha conseguido es un descalabro de más de un millón de votos. La soberbia en la vida es mala compañera y en política más todavía. Si hubiese actuado con mayor humildad en los primeros seis meses del 2016 en España se hubiese constituido un Gobierno regenerador de la vida y de la política española apoyado por tres fuerzas políticas que se hubiese podido prolongar en el tiempo, consolidándose de manera definitiva un Estado del bienestar que en realidad está a la venta gracias al Partido Popular y, por lo que vemos, a Pablo Iglesias.

Lo que también ha quedado claro es la «berlusconización» definitiva de la vida y de la política de la Comunidad Valenciana. A la mayor parte del electorado valenciano le ha dado igual el colosal pozo de corrupción generado en nuestra Comunidad durante los veinte años de dominio popular, el enorme agujero que dejaron en la cuentas públicas valencianas de 40.000 millones de euros y el despilfarro generalizado que hicieron de recursos que debían haber ido a sanidad, cultura y educación. Cuando a una sociedad le da igual que sus políticos roben y despilfarren, que engañen y que se dejen corromper, es que el problema es más grave de lo que parecía.

En el ámbito local alicantino la última conversación conocida gracias a las investigaciones judiciales entre el constructor Enrique Ortiz y su mujer que resume los años del PP en Alicante comentando regalo y precio para las concejalas populares porque «interesa tenerlas contentas», es decir, compradas y a la espera de futuros mejores regalos, nos lleva a pensar que aunque los alicantinos de derechas tenían una nueva opción política representada por Ciudadanos que les permitía no alejarse de su credo político les ha dado igual todo lo sabido sobre corrupción aumentando su apoyo al Partido Popular. También les ha dado igual la horrible ciudad en que se ha convertido Alicante tras el urbanismo desaforado de la era Alperi y Castedo pareciendo que lo único que les ha importado de la corrupción ha sido la posibilidad de sacar tajada. Esto nos lleva a pensar una sola cosa: Alicante tiene lo que se merece.