No solo lo digo yo, los mejores especialistas en encuestas dicen que cuando las personas consultadas no se sienten cómodas diciendo qué van a votar es porque a nivel racional no están a gusto con la papeleta que colocarán en la urna. En otras palabras, los electores actúan más por una cuestión visceral y poco reflexiva que cerebral. Ni más ni menos eso fue lo que pasó en Gran Bretaña el 23 de este mes cuando se realizó el referendo para decidir si se iba o se quedaba en la Unión Europea, y las encuestas a boca de urna le dieron una ligera ventaja a la opción de quedarse, que resultó no ser la elegida por la población.

El referendo por el brexit fue realmente una cuestión visceral. La campaña para irse se basó en el miedo a una invasión masiva de turcos derivada de la posible incorporación de su país a la UE, una falsedad total, y en que Gran Bretaña le pagaba al bloque unos 50 millones de libras al día, otra mentira.

Pero el asunto central, planteado especialmente por el exalcalde de Londres, Boris Johnson, fue: «Nosotros (los británicos) ya no somos libres. Consigamos nuestra independencia». Incluso llegó a comparar a la UE con la Alemania nazi que quería apoderarse de Europa. Claro, sus intenciones eran simples: que el primer ministro británico David Cameron renunciara y entonces ocupar su lugar. Lo que indudablemente podemos calificar de un brillante ejemplo de idealismo.

El grito de independencia agitó el sesgo nacionalista de los nostálgicos de la época imperial, quienes creyeron que su país recibiría un enorme flujo de extranjeros si se quedaba en la UE y que no controlarían sus fronteras. El hecho de que las estuvieran controlando, en función de su acuerdo con el bloque, pasó milagrosamente a un segundo plano. Pero más allá de ese elemento específico de la identidad británica, las razones del brexit fueron las de la ola xenófoba, nacionalista y populista que se propaga por Europa. Su campaña contó con esos tres elementos, más un cuarto: la revuelta de la población contra sus élites.

Lo que los analistas ahora terminan de comprender es que los argumentos racionales ya no son importantes, lo que cuenta es el miedo. Y todo lo que abofetee a la élite y al sistema crea una reacción iconoclasta, que lleva a descartar a sus íconos, lo que es una variable política en toda Europa. Un buen ejemplo de ello lo tienen ustedes en la ciudad italiana de Turín, donde días antes del referendo británico, el honesto, eficiente y respetado alcalde saliente Piero Fassino, quién realizó un buen trabajo, perdió las elecciones frente a una joven del Movimiento 5 Estrellas, sin experiencia previa alguna. La gente siente la urgencia de deshacerse de todo lo viejo porque claramente no logró atender sus necesidades. Y cabe preguntarse, ¿qué necesidades?

Es muy pronto para pronosticar la desintegración del Reino Unido, con Escocia otra vez reclamando su independencia. Inglaterra decidió el brexit, donde un número considerable de sus ciudadanos sintieron el repentino nuevo despertar de su identidad. En Francia (otro imperio perdido), fue Marine Le Pen la que reabrió el debate sobre la identidad francesa, la necesidad de evitar diluirse en el multiculturalismo y la inmigración, en especial si son musulmanes, y recuperar el control de las fronteras francesas de la dominación de la UE. El año que viene, hay elecciones en Alemania y Francia. En esta última, Le Pen encabeza el que actualmente es el mayor partido de su país, el Frente Nacional, y será difícil mantenerla alejada del poder. En el caso de Alemania hay que estar muy atentos al crecimiento de la derechista y especialmente populista AfD, Alternativa para Alemania, que basa su intención de irse de Europa en la reapropiación de la identidad alemana y de su soberanía.

Uno de los pocos elementos positivos de la aprobación del brexit es que crece el coro de voces que señalan que la globalización no cumplió su promesa de riqueza para todos y que en cambio, creó una terrible desigualdad social, que hace que unas pocas personas concentren gran parte de la riqueza nacional y muchas más queden al margen.

Según datos de la OCDE, la clase media europea perdió 18 millones de personas en los últimos 10 años. Durante la campaña para el referendo británico, el hecho de que los banqueros apoyaran a quienes querían quedarse en la UE tuvo el efecto contrario sobre 27% de los ciudadanos que no llegan a fin de mes y que ven cómo 1.000 banqueros y 1.500 gerentes de empresas ganan un millón de libras al año.

Ahora hasta el FMI publica estudios sobre cómo la desigualdad social es un obstáculo para el crecimiento y sobre la importancia de invertir en políticas de bienestar que apuntan a la inclusión y a la igualdad. La verdad, me parece un poco tarde para darse cuenta.

Si nos vamos a Italia, tras ganar las elecciones provinciales hace unos días, el Movimiento 5 Estrellas aparece con posibilidad de asumir el gobierno nacional, actualmente en manos del socialdemócrata Partido Democrático. Tras dos años en el poder, su líder, el «joven» Mateo Renzi, ya parece una vieja figura del sistema.

Quizá también se vuelva claro que la UE sufre el mismo problema. Todo el mundo habla de su papel marginal en el mundo, del hecho de que los burócratas no elegidos de Bruselas viven desconectados de la realidad y se dedican a discutir normas sobre cómo empaquetar tomates e indiferentes a los problemas de la ciudadanía europea. Es necesaria una pausa para reflexionar y ver que esas críticas son las mismas que se le hacen a la ONU. Pero claro, las organizaciones internacionales solo pueden hacer lo que sus miembros les permiten hacer.

La UE es una organización supranacional, la única que existe, pero todo su poder político está en manos del Consejo de Ministros, donde los gobiernos de los distintos Estados miembros se sientan a tomar decisiones. La Comisión Europea queda a cargo de implementarlas, y los burócratas tienen autonomía para decidir el tamaño del paquete de tomates. Pero ocurre muy a menudo que esos mismos gobiernos nacionales que tomaron las decisiones concluyen que es conveniente denunciar la ineficiencia de la UE. Ese juego, a todas luces irresponsable, tiene al brexit como resultado concreto, y ahora los gobiernos deben pensar dos veces si continúan por el camino del doble discurso. Mientras, es probable que la población infantil, la más vulnerable, se desangre de hambre, sed e injusticia.

De todos modos, el emperador quedó finalmente al desnudo. Europa está desintegrada y la mayor parte de la responsabilidad recae sobre Alemania, que ha impedido todo intento de crear medidas económicas y de bienestar europeas porque no quiere pagar por los errores de países deudores, como considera a Grecia e Italia, con su particular rasero de medir las cosas.

Recientemente el ministro de Finanzas alemán Wolfgang Schäuble, llegó a responsabilizar al presidente del BCE Mario Draghi del 50% de los sufragios obtenidos por la xenófoba AfD en las elecciones alemanas. Hay que tener mucho cuidado con estas cosas porque independientemente de lo que se diga, Draghi actúa en función de los intereses de Europa, en ningún caso de los votantes alemanes.

Alemania es de lejos el país más poderoso de la UE. Resulta irónico que todos los cargos importantes en la burocracia del bloque estén ocupados por británicos y alemanes. De hecho, quienes controlan el sistema y el debate sobre el empaquetado de tomates proceden de esos dos países. Pero es la canciller alemana Angela Merkel, a quien se atribuye la conducción de la UE.

Cabe preguntarse finalmente ¿qué hará Merkel tras el triunfo del brexit? Por un lado puede ser que trate de iniciar una Europa de dos velocidades con los países del Báltico, Polonia, Hungría y otros euroescépticos y por el otro, ver si estará lista para cambiar su política egocéntrica y desempeñar un verdadero papel europeo. De cualquier forma, los intereses de la Unión Europea están en juego, pero recuerden que somos veintisiete países.