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Jorge Fauró

Vuelve Rajoy, vuelve el hombre

Una parte importante de los españoles ya tenemos a Rajoy donde queríamos. Unos, en la Presidencia del Gobierno; otros (como mal menor para digerir los resultados), en el punto de mira del cabreo, porque, seamos sinceros, para una parte representativa del electorado, desatar la mala baba contra el tipo que está gobernando ahorra un porcentaje nada desdeñable de discusiones domésticas y de broncas en el trabajo. Recuerdo alguna etapa de mi vida que combatía el nivel de estrés con una buena ración de Jiménez Losantos o Antonio Herrero nada más despertarme. Lo practiqué durante algún tiempo como terapia y arrancaba el día convertido ya en el yerno, marido, padre, hermano y compañero ideal, sosegado y tranquilo, hasta que advertí que el óptimo nivel de tensión arterial con el que salía de casa no podía estabilizarse a costa de insultar a un transistor. En el fondo, decía, los resultados no han variado un ápice nuestro estado natural de mosqueo permanente. Ni siquiera pienso que una derrota del Partido Popular hubiera modificado esto último. Los españoles somos un pueblo simpático y amante de la fiesta, pero las redes sociales han acabado por sacar lo peor de nosotros, nuestro otro yo más endemoniado y perverso. En los muros de Facebook o en las secuencias de Twitter leo muchos más insultos que antes de las elecciones. Los ganadores andan crecidos en su desprecio hacia quienes defendían a los demás contendientes; y a estos últimos, los veo tirando de bilis poniendo en duda la inteligencia y la capacidad de insumisión del electorado del PP. Una fiesta, las redes. Percibo que se van a perder amistades de toda la vida («Gustavo, jamás pensé que te atreverías a decir esto. A mí no me vuelvas a hablar»), cuestión que nos aboca a pensar que lo que nos falta es educación. No hay suficientes juzgados en España para instruir tanta difamación, tanta injuria y tanta violación del derecho al honor como la que en este momento se está cometiendo dentro de nuestros teléfonos móviles. Basta medio balbuceo de Mariano en los balcones de Génova para desatar, de uno y otro lado, todos los demonios del infierno. Como terapeuta no tiene precio.

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