A lo largo de la historia del ser humano, todos, hemos tenido momentos, situaciones vitales en los que hemos estado expectantes. Los primeros Neandertales vagaban por Europa -no había Unión Europea, ni existía peligro de Brexit, ni fronteras con vallas plagadas de concertinas- buscando comida, agua, condiciones que favorecieran la vida. El

pueblo judío -mesiánico desde tiempos inmemoriales- vagaba por el desierto del Sinaí con los ojos puestos en un Dios que le había prometido una tierra que «manaba leche y miel», casi nada. Los romanos extendían sus dominios hacia

el oriente y occidente esperando, con su extenso imperio, vivir de los trigos, los frutos y los productos que atesoraban los pueblos bárbaros que conquistaban para afianzar su poder y sus ansias de expansión.

A lo largo de la historia miles de hombres, desde el apóstol Tomás que quería meter la mano en el costado para asegurarse de que Jesús era el crucificado que seguía viviendo, desde Bernardette Soubirou en Lourdes, hasta Lucía, Jacinta y Francisco, los pastorcillos de Fátima, todos los seres humanos han vivido esperando un milagro, una aparición divina, un hecho extraordinario que haga visible y mejore la existencia.

¿Cuál es el denominador común a esto? Es una palabra que los políticos usan -y abusan de ella hasta la saciedad- hasta prostituirla y dejarla hecha un guiñapo carente de sentido: la ilusión.

La ilusión mantiene vivo al hombre. Cuando no hay proyecto vital, cuando uno carece de esperanza en el futuro, cuando la negritud se instala, el único problema que realmente afecta al hombre es decidir si se suicida o no, como ya dejó claro en El mito de Sísifo, el gran Albert Camus. Por mi trabajo -no ahora que vivo como un cura con dos parroquias, casi en coma vegetativo, como desecho de tienta esperando la jubilación y la visita de la parca- por mi trabajo, digo, he vivido en contacto con la muerte. Si. Con la muerte, esa señora temida y tenebrosa que nos coloca en la laguna Estigia, en la barca de Caronte y debiendo pasar junto al Can Cerbero, el horrible portero del Hades.

En esos contactos obligados siempre que hemos estudiado una muerte auto provocada, hemos visto como constante inevitable la falta de ilusión, la ausencia absoluta de expectativas.

El hombre es el único animal -racional algunas veces- capaz de proyectar su futuro, de crear realidades que son virtuales hasta que se plasman en el día a día. Si albergas una ilusión, se proyectas una realidad y eso no tiene lugar, te frustras y la frustración genera desengaño y agresividad, contra los demás o contra uno mismo. ¿Ven por donde quiero ir?

Tras las elecciones de diciembre -antes de ellas- muchos confiábamos en la formación de un gobierno de izquierdas. Lo que han llamado un gobierno de progreso. No se pusieron de acuerdo porque dos no lo hacen si ninguno de ellos quiere o puede. A Pedro Sánchez le han hecho la cama de manera infame. Como cuando en la mili nos hacían la petaca para que al entrar entre las sábanas quedáramos encajados y en ridículo, provocando las risas del «recluterío» al completo. A Sánchez, la vieja guardia, desde Ibarra hasta el último abuelo socialista antiguo, lo han puesto a los pies de los caballos adoptando como propio «el miedo a los radicales» que ha sido la clave de la victoria sin paliativos de Rajoy.

De nada han servido gurteles, brugales, taulas, púnicas, escenarios del papa o torneos de golf de Fabra. Más de siete millones y medio de españoles han creído otro mensaje: gobernamos a favor, no dejaremos que España se rompa, garantizaremos el bienestar, las pensiones, la ecuanimidad, el equilibrio y la sensatez.

Muchos menos españoles han creído que ustedes -los socialistas más Unidos Podemos- pudieran formar un gobierno de progreso, de izquierdas, preocupado por los más desfavorecidos, por gobernar sin leyes Wert ni mordazas. Han ganado quienes han generado la ilusión de que ellos serán quienes saquen al país de la tormenta -casi un terremoto- que han provocado los hijos de la pérfida Albión y su Brexit. Ustedes nos han cabreado con sus líneas rojas y sus gilipolleces, con sus vetos y su tontería que debieron formar un gobierno y luego pelear cada ley y cada acción en el consejo de ministros.

No cabe lamentarse, como se lamentan los ingleses por su salida de la Unión, ahora hay que apencar con lo votado. Tuvo que haber un gobierno de izquierdas tras el 20 de diciembre. Han estado ustedes mareando la perdiz -en la peor de sus acepciones- aguanten, pues, como aguantamos todos, las consecuencias de nuestras acciones. Apártense y no molesten. Regenérense en la oposición y echen al que tengan que echar. Ya han visto la prensa del día después: Rivera no ha dicho lo que dijo. Rivera jamás vetó a don Mariano Rajoy, gran triunfador con su actuar gallego. Enhorabuena y mis mejores deseos para los próximos cuatro años por la cuenta que me tiene.