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José María Asencio

Insolidaridad y nacionalismo

Desconozco los resultados de las elecciones al momento de elaborar este escrito. Es indiferente cuál haya sido y lo que suceda. Muchos escribirán sobre unos datos que, presumo, no van a garantizar un Gobierno fuerte capaz de regir este país en momentos tan delicados como los que estamos viviendo y tras los que puede venir un cambio muy profundo de la sociedad y sin objetivo cierto. El populismo, las palabras como pájaros muertos, no ríos llenos de esperanza como decía Pablo Guerrero, ha venido a inundar una sociedad que ha decidido cambiarlo todo, por razones aparentemente y solo aparentemente diferentes, porque en todas ellas triunfa lo inmediato, no el futuro que solo se construye con paciencia, calma, reflexión, sacrificio y solidaridad.

Hemos decidido romper con nuestros valores tradicionales y de este modo, Europa sucumbe al egoísmo, tal vez, sin duda, propiciado todo por el error descomunal de una política económica empeñada en ahogar a la ciudadanía imponiendo la miseria, la pobreza y el esfuerzo solo propicio a unos pocos.

El centro, como manifestaba Blair hace unos días, está siendo desplazado por corrientes populistas que invocan sentimientos difusos, pero que carecen de un plan definido y posible. Ese centro que ha permitido su desplazamiento con grave irresponsabilidad y que ahora tiene el deber inexcusable de buscar las soluciones necesarias para recuperar lo perdido. Los partidos que se sitúan en ese espacio político han de renunciar a todo tipo de veleidades y tomar conciencia de que la globalización ha traído consigo ciertas consecuencias que no se han afrontado con rigor, pero que pueden ser superadas en una Unión fuerte, social y capaz de anteponer otras preferencias a los grandes grupos económicos y especulativos.

No es éste el momento de las grandes promesas vacías, de inundar de esperanza a quienes la necesitan, aunque luego todo quede reducido a la nada, pues es evidente que los grandes manipuladores de la palabra carecen de proyectos eficaces para construir la utopía que proponen. No es utopía, sino la creación de una distopía que ofrecen para la captación del voto cautivo. Augurar grandes males es elemental cuando se quiere romper, no reformar, aunque todo siga igual después. Puro gatopardismo. Fácil cuando la crisis es profunda y cuando los valores se han ido poco a poco diluyendo en una sociedad sin bases reconocibles.

Es este el momento de que el centro asuma sus responsabilidades, de que tome conciencia de sus obligaciones, que exceden a las siglas y a los intereses inmediatos de quienes viven de la política. Europa y España caminan en una dirección altamente peligrosa que debe invertirse de modo inmediato, pero que exigirá meditar y recapacitar sobre los errores cometidos y el avance de la pobreza y la desigualdad.

La estrategia de pactos debe quedar condicionada por lo acaecido en el Reino Unido y el auge de los populismos y su capacidad de penetrar en la conciencia social. La historia ha demostrado el fin de este tipo de tensiones entre radicales y no estamos a salvo de nuevos y graves conflictos si continúa la escalada de quienes gustan de proclamar su superioridad moral frente a los adversarios, que suelen ser todos los que a ellos se oponen. Siempre acaban igual quienes se creen de mejor o única condición.

No hacerlo así será tanto como abrir la puerta a la inestabilidad con repercusiones más allá de nuestras fronteras. Todos aquellos que se sitúan en el punto de la centralidad han de tomar conciencia de ello y asumir sus propias responsabilidades. Europa no puede quedar en manos de incendiarios de uno u otro signo. E incendiarios son todos los que quieren poner el sistema mismo bajo sospecha, los que se califican de antisistema y acreditan ligereza en la prohibición y falta de ideas para construir nada. El modelo europeo, no obstante, para recuperar su legitimidad y aceptación social mayoritaria y la ilusión, necesita reformas e invertir decisiones gravemente perjudiciales para buena parte de la ciudadanía, es decir, recuperar al hombre como centro de la sociedad, el humanismo que se encuentra en sus orígenes fundacionales, no la cuenta de resultados y avanzar en el modelo social que caracterizó a una Europa construida por socialdemócratas y democristianos.

El nacionalismo es el peor de los males de nuestro tiempo. Leía hace años un excelente libro de Ratzinger, luego Benedicto XVI, que veía en el nacionalismo, cualquier nacionalismo trasnochado, uno de los peores síntomas de una sociedad enferma. El nacionalismo en cualquiera de sus expresiones radicales es excluyente, insolidario, manifiesta expresión de lo peor del ser humano que justifica su egoísmo en razones vinculadas a fronteras siempre artificiales y temporales, cuando no en los genes y en las razas. No hay nacionalismo alguno que no tenga su base en una idea de superioridad y de desinterés, cuando no desprecio, al resto de las personas por razón, esta vez, de su procedencia o nacimiento. Normalmente sobre el pobre, que siempre ha sido el perseguido en los países con fuertes componentes nacionalistas.

Este momento es grave y espero que nuestros políticos sean conscientes de su responsabilidad y que sepan prever las consecuencias de sus actos. Lo dudo, pero de momento puedo decirlo aún.

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